CATEQUESIS POR RADIO. ESCUELA RADIAL DE CATEQUESIS: ORDEN SAGRADO

lunes, 16 de diciembre de 2013

ORDEN SAGRADO







Orden Sagrado
Fundamentos bíblicos del sacramento del Orden

El punto de referencia específico del ministerio sacramental en la Iglesia post-pascual es la misión de Jesús, el mediador escatológico del reino de Dios. Su actividad y su destino en la cruz y la resurrección son el origen del pueblo de la alianza neotestamentaria, su fuente y su fundamento permanente.

Una de las características esenciales de la actividad de Jesús era la potestad divina (exousia) con que actuaba. Ejerció su misión salvífica y su poder también a través de los hombres a los que llamó para que le representaran y le actualizaran allí donde él no quiso o no pudo llegar. Por eso, y en virtud de su potestad divina, eligió a los Doce. Ellos fueron los signos y los representantes de su pretensión escatológica sobre todo el pueblo de Dios, que debe reagruparse y restablecerse en ellos. Instituyó, además, a estos Doce, como un sólido círculo unido en la comunión con él. Los envió como sus apóstoles/mensajeros a predicar ya expulsar demonios: es decir, a poner en práctica la salvación de la Basileia. y para ello les otorgó el poder de actuar en su nombre (Mc 3,13ss.).

Así  pues, la raíz de la totalidad de la misión salvífica de la Iglesia y de sus presidentes, maestros y pastores se halla en el poder que Jesús ha conferido a los discípulos que él mismo ha elegido, llamado y enviado (cf. Mc 6,7).

 Los acontecimientos de Pascua y Pentecostés no superar el testimonio, la misión y el poder de los Doce, sino que lo transforman en virtud de su encuentro con el Resucitado.
El servicio de salvación de los Doce, de los testigos de la resurrección y de los primeros misioneros (apóstoles) es una actualización de la permanente actividad salvífica de Cristo, el Señor exaltado, en su Iglesia por medio del Espíritu Santo, y es ejercido en la proclamación del evangelio, en la celebración del bautismo y de la eucaristía, en el perdón de los pecados, en la dirección y la edificación de las comunidades.

En el círculo del primitivo apostolado surgieron (tal como se descubre a la luz de una reflexión sobre los hechos históricos contemplados en perspectiva teológica) los servicios y los ministerios de los presidentes (1Tes 5,12; Rom. 12,8; 1Cor 12,28), los ministerios de los «obispos y los diáconos» (Flp 1,1; 1Tit 3,2; Tit 1,7), de los dirigentes (Heb 13,7.17.24) o de los «presbíteros que ejercen bien su cargo... y se afanan en la predicación y la enseñanza» (1Tim 5,17).

El elemento que determina la esencia y la base del ministerio de los presbíteros epíscopos es su actividad por el poder del Espíritu Santo, en nombre de Cristo, pastor de la Iglesia o Primer Pastor (Hch. 20,28; 1Pe 5,4) de pastorear la Iglesia  por medio del evangelio (Hch. 11,30; 15,2; 16,4; 20,17, 21,8; Sant 5,14; 1Tim, 5,17.19; Tit 1,5; 1Pe 5,1-4) y de incitar a «volverse al pastor y obispo de vuestras almas» (1Pe 2,25 ). El servicio de reconciliación y de predicación de los apóstoles se hace «en lugar de Cristo» (2Cor 5,20). A los titulares de la comunidad se les puede considerar «colaboradores de Dios en el edificio de Dios que es la Iglesia» (1Cor 3,9). Como servidores de Cristo Jesús, son «administradores de los misterios de Dios» (1Cor. 4,1 ).

Según el testimonio bíblico, fueron los propios apóstoles quienes organizaron , la transición de la primera Iglesia a la Iglesia postapostólica (Tit 1,5). La transición se produjo mediante el acto específico de la imposición de las manos y la oración de súplica por la venida del Espíritu Santo y describe con mayor detalle el ministerio desde el poder de este Espíritu. El rito de la imposición de las manos está enraizado en la tradición bíblica total y señala la transmisión del espíritu y del poder de Dios a los dirigentes ya los ancianos del pueblo de Dios (Núm. 8,10; 11,16s.24s.; 27,18.23; Dt. 34,9).
Al rito de la instalación en el cargo mediante la imposición de las manos y la oración (Hch. 6,6; 14,23; 15,4; 1Tit 4,14; 2Tit 1,6), heredado de los apóstoles y los presbíteros ( o respectivamente de los testigos bíblicos y post-bíblicos de la tradición conocida como apostólica) le aplicó Tertuliano la denominación técnica de ordinatio. También Cipriano llamó ordenación ala investidura sacramental en el cargo.

Su efecto es un don (carisma) del Espíritu Santo que confiere la potestad espiritual de ejercer el ministerio (cf. 1Tim 4,14: «No dejes de cuidar el don que hay en ti y que mediante intervención profética se te confirió por la imposición de las manos»; 2Tit 1,6: «... te insisto en que re avives ese don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos...»).

Este carisma no confiere, en sentido profano, el poder que ejerce un superior sobre sus súbditos. No se está hablando aquí del poder que detentan los señores del mundo, sino de un servicio que debe prestarse en nombre de Cristo (cf. Mt 23,9-11). La potestad conferida en la ordenación presta a las acciones simbólicas realizadas en nombre de Cristo una eficacia que procede de Dios y tiene consistencia, ante él. A los titulares de ministerios se les transfiere en especial el poder de «atar y desatar» (Mt 16,19; 18,18), es decir, de perdonar los pecados por el poder recibido del Espíritu Santo (Jn 20,22s.), de predicar en todos los rincones de la tierra el evangelio y de llamar a los hombres a convertirse, mediante el bautismo, en discípulos de Jesús (Mt 28,19), de celebrar la eucaristía (1Cor 11,26; Hch. 20,11), por la que se edifica la Iglesia como comunión, y de desempeñar el ministerio de dirección, en el que se manifiesta el cuidado pastoral de Cristo por su Iglesia (Hch. 20,28; 1Pe 5,1-4).

Desarrollo histórico
El sacramento del orden según Hipólito

Hipólito ofrece un primer testimonio global de la liturgia de la ordenación. Su Traditio apostolica, redactada en los primeros años del siglo III, es el exponente de una tradición que se remonta hasta muy atrás en el siglo II y cuyo rito nuclear puede rastrearse incluso en los escritos de la última etapa neotestamentaria.

Es el obispo quien instituye a los obispos, presbíteros y diáconos. A él le compete en exclusiva la administración de la consagración sacramental. Los candidatos a titulares de ministerios, seleccionados mediante elección y aprobación del pueblo, son presentados al obispo, consagrados por él mediante la imposición de las manos y la oración de súplica de la venida del Espíritu e instalados en su  cargo: Elección de obispos y diáconos destinados a ejercer el servicio sacerdotal de los profetas y los mártires; sin mencionar un rito de institución).

Los obispos de las Iglesias locales son ordenados por los obispos de las Iglesias vecinas. La oración de la consagración se dirige a Dios Padre ya su Hijo, Jesucristo, que ha enviado el Espíritu del Padre a los santos apóstoles, quienes han fundado la Iglesia en todos los lugares como su santuario para la glorificación y la alabanza incesante de su nombre. El candidato es elegido para el ministerio episcopal de pastorear al pueblo de Dios (Hch. 20,28; 1Pe 5,2s.; Ez. 34,11-16), de servir a Dios noche y día como sumo sacerdote y de presentar las ofrendas de la santa Iglesia. El candidato a obispo, «sobre el que se ha derramado el poder del Espíritu de dirección» recibe, «a través del espíritu sacerdotal, la potestad, de acuerdo con la divina instrucción, de perdonar pecados, según el ordenamiento divino, de adjudicar los ministerios y, en virtud de la potestad que Dios ha concedido a los apóstoles», de «liberar de todas las cadenas...».

Los sacerdotes ordenados por el obispo (con la participación del presbiterio, en señal de comunión) reciben, mediante la imposición de las manos y la oración, «el espíritu de la gracia y del presbiterio», de modo que, en comunión con el obispo, pueden desempeñar los servicios salvíficos esenciales confiados al episcopado (salvo la potestad de la ordenación).

El diácono es ordenado por el obispo «para que esté a su servicio».
Cuando en los siglos VIII y IX se introdujo en la liturgia de la ordenación, en el ámbito de las Iglesias galicanas, y siguiendo el modelo paleotestamentario, la costumbre de la unción, ya partir del siglo X, la entrega de los objetos litúrgicos, surgió la pregunta de qué elementos pertenecen a la esencia misma y cuáles otros sólo a la especial solemnidad del rito de la ordenación. Como ya se ha indicado antes, Pío XII, en 1947, estableció que el elemento constitutivo material del signo sacramental es la imposición de las manos.

El obispo como ministro del orden y representante de su unidad

Es indudable, de acuerdo con los testimonios patrísticos, que al obispo le compete el grado o nivel supremo del orden sacramental. Fue tenida por herética la opinión del arriano Aerio de Sebaste, en el siglo IV, que negaba la diferencia dogmática y la superioridad del obispo (Epifanio de Salamina, Agustín).

Desde otros supuestos, Jerónimo afirmaba que en la época neotestamentaria apenas existen diferencias entre el presbiterado y el episcopado. Las desigualdades entre ambos se deberían más a decisiones eclesiásticas que a disposición divina. El Ambrosiaster y Juan Crisóstomo hablan también de una gran proximidad entre los dos ministerios, que constituyen el único sacerdocio: todo obispo es presbítero, aunque no todo presbítero es obispo. En todo caso, se admitía sin discusión que sólo el obispo puede administrar válida y lícitamente el sacramento del orden: «El presbítero sólo posee, en efecto, la capacidad de recibir el Espíritu, pero no la potestad de dispensarlo. Por tanto, no puede ordenar a otros clérigos. Sella (mediante la imposición de las manos) la ordenación del sacerdote, pero sólo el obispo ordena» (Hipólito).

Tuvo importantes repercusiones históricas la distinción de Beda el Venerable,  entre el obispo y el presbítero. Según él, los obispos están prefigurados en los 12 apóstoles y los presbíteros en los 72 discípulos (Lc 10,1). La posición teológica y exegética de una diferencia mínima entre el episcopado y el presbiterado, asumida sobre todo por la tradición canonista de la Escolástica, contaba con el apoyo del escrito pseudojeronimiano De septem ordinibus y de Isidoro de Sevilla.

En estas ideas se basaba la opinión teológica de que el papa podría, en virtud de la potestad apostólica, conferir a un simple sacerdote (sin necesidad de la ordenación episcopal) el poder de ordenar que posee ya de forma latente (potestas ligata). En este contexto surgían las preguntas relativas al fundamento propio ya la significación de ciertos privilegios de ordenación otorgados a personas que no habían alcanzado el orden del episcopado. Así, por ejemplo, el papa Bonifacio IX el año 1400 (DH 1145s.) y el papa Inocencio VIII en 1489 (DH 1435) concedieron a los abades la potestad de ordenar diáconos.
 El papa Martín V había otorgado en 1427 esta potestad a ciertos abades para la ordenación de presbíteros (DH 1290). ¿Constituye la concesión de estos privilegios una prueba de que aunque el obispo es ciertamente el ministro ordinario del sacramento del orden, el simple presbítero puede ser ministro extraordinario? Si la potestad de ordenación no está originariamente vinculada al ministerio episcopal, la Iglesia podría, en principio, renunciar al episcopado y el papa podría dirigir, como obispo único ya través de los sacerdotes, tanto a la Iglesia universal como a las Iglesias locales.
Pero como el episcopado es de derecho divino, y el papa no puede suprimirlo (DH 3051,3061), los mencionados privilegios han de ser tenidos por casos excepcionales «sumamente discutibles», que deben interpretarse desde la regla de la tradición eclesiástica, y no a la inversa. No puede cuestionarse la práxis, por otra parte clara y patente, del convencimiento de la Iglesia de que el obispo es, por derecho divino, el único ministro de la ordenación de los obispos y presbíteros.

Buenaventura y Tomás de Aquino, enseñan que sólo al obispo le compete, por autoridad divina, la potestad de ordenar. El papa no puede concedérsela a un simple sacerdote mediante un acto extrasacramental.
La Escolástica hizo suya la posición agustiniana de la eficacia objetiva de los sacramentos. Según esta opinión, a la cuestión, todavía controvertida en la Iglesia antigua, de si la ordenación administrada por un obispo hereje o cismático o recibida por un cismático o un hereje es válida, se le daba la siguiente respuesta: Una ordenación en estas condiciones es ilícita según el derecho eclesiástico, pero en la dimensión del orden sacramental está válidamente administrada o recibida. Para la validez se presupone, por lo demás, la intención de hacer lo que en este signo sacramental hace la Iglesia (cf. sobre este punto la declaración de León XIII, en 1896, acerca de la invalidez de las ordenaciones anglicanas: DH 3315-3319). No deben, pues, recibir de nuevo la ordenación los obispos, sacerdotes y diáconos válidamente ordenados fuera de la Iglesia, cuando entran en comunión plena con la Iglesia católica.

La definición escolástica de la esencia del sacerdocio, exclusivamente entendida desde la potestad de consagrar la eucaristía, provocó un fuerte desplazamiento de acentos. Aquí, en efecto, es cuestión difícil ver en qué se apoya la afirmación de la sacramentalidad específica del episcopado. La consagración episcopal no confiere más poderes respecto de la eucaristía (corpus Christi mysticum), aunque sí respecto de la dirección de la Iglesia (corpus Christi verum). De donde se sigue que la ordenación episcopal otorga al obispo sólo nueva dignidad, añadida a la del sacerdocio (Pedro Lombardo; Buenaventura).
 En este sentido, también Tomás de Aquino declaraba: «Como en lo que atañe a la eucaristía, el obispo no tiene ningún poder superior al de un simple sacerdote, el episcopado no es un grado específico (ordo) propio. Puede entendérsele como ordo propio en cuanto que capacita para un ministerio (officium) que supera al sacerdocio en lo referente a la potestad (potestas) para desempeñar actividades jerárquicas en el ámbito de la Iglesia».

Juan Duns Escoto se opuso, con razón, a la opinión de Alberto Magno que establecía una diferencia meramente jurídica entre el presbiterado y el episcopado. Escoto argumentaba que, de ser así, el papa podría suprimir el poder episcopal y quedar sólo él como único obispo. y esto está, como ya se ha dicho, en contradicción con la doctrina de la existencia del episcopado en la Iglesia por derecho divino.
El receptor del sacramento del orden

Sólo pueden recibir el sacramento del orden los miembros bautizados de la Iglesia declarados dignos de ello de acuerdo con las condiciones de admisión. Otra característica vinculada a este sacramento (en cuanto señal del enfrente de Cristo, como cabeza y esposo de la Iglesia y de la Iglesia como su cuerpo y su esposa) es que sólo pueden recibirlo válidamente los candidatos masculinos. Las mujeres no pueden ejercer ministerios en la Iglesia que requieran la ordenación sacerdotal (LG 33).

En la primitiva Iglesia a veces se consideraba al diaconado como parte del clero (concilio de Calcedonia, canon 15) y otras veces no (concilio de Nicea, canon 19; Epifanio de Salamina. En todo caso, las diaconisas no ejercieron las funciones litúrgicas de los diáconos. Epifanio de Salamina menciona, que la secta de los montanistas admitía a las mujeres en el orden del presbiterado y del episcopado.

Invocando la voluntad institucional de Cristo y la práxis clara y unánime de la Iglesia, el papa Juan Pablo II declaraba en la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, de 1994: «Para que queden eliminadas todas las dudas respecto a esta importante materia, que afecta a la constitución divina de la Iglesia, declaro, por el poder de mi ministerio de confirmar a los hermanos (cf. Lc 22,32), que la Iglesia no tiene potestad para conceder la ordenación sacerdotal a las mujeres y que todos los fieles de la Iglesia están obligados a aceptar esta sentencia como definitiva.

La crítica de la Reforma a la concepción católica del sacramento del orden

La crítica reformista al orden no se limita a algunos aspectos concretos, ni a determinados abusos o anomalías en el ejercicio del sacerdocio, sino que afecta al fundamento dogmático del ministerio sacerdotal. El trasfondo está configurado por la doctrina de la justificación por la sola fe y la sola gracia, por medio del Dios único y el único mediador Cristo. Se rechaza, por tanto, la concepción de la misa entendida como sacrificio ofrecido por sacerdotes y mediadores humanos para conseguir la reconciliación con Dios y la participación en la gracia. El ministerio eclesial habría sido en sus orígenes un servicio a la palabra y al sacramento, que más tarde se pervirtió al convertirse en un ministerio sacerdotal satisfactorio. Según esto, los sacerdotes católicos se imaginarían que podían presentar a Cristo, como víctima y como buena obra, al Padre, en vez de aprender que el hombre sólo puede recibir la gracia de Dios en la fe. Por donde se advierte que en la concepción del ministerio episcopal y sacerdotal y de la potestad de consagración de Lutero subyace una semántica pagana.

En el gran escrito polémico De la cautividad babilónica de la Iglesia, del año 1520, niega Lutero que Cristo haya instituido el sacramento del orden. Y como la Iglesia es creatura verbi, no puede elevar por sí sola a la categoría de sacramento ciertos usos, como la unción para el sacerdocio o la entrega de los objetos del culto. Una de las consecuencias de esta invención humana del sacramento del orden sería, según Lutero, «la vergonzosa tiranía de los clérigos sobre los laicos». De pastores de la Iglesia habrían pasado a lobos; los clérigos están más interesados en las ventajas mundanas y en su poder personal que en el servicio desinteresado a la palabra y el sacramento. Se hacía, pues, indispensable, desenmascarar la doctrina del ministerio sacerdotal y descubrir su verdadero rostro de ideología de dominio.

Al invocar el carácter indeleble, que da a la diferencia entre los sacerdotes y los seglares una fundamentación ontológica, la Iglesia se habría pervertido de verdadera comunión de los santos en comunidad de superiores y súbditos. Y esto está en contradicción con el evangelio, según el cual todos somos hermanos en la fe, bajo la única palabra de Dios. Los titulares no pueden reclamar para sí la exclusiva de la posesión del sacerdocio, porque todos los bautizados pertenecen al reino del sacerdocio real (1Pe 2,5.9).

El sacerdocio general suprime todo tipo de diferencias entre los sacerdotes y los laicos. Este sacerdocio contiene una inmediatez personal con la palabra justificadora de Dios en la fe, así como la vocación de todos los cristianos a ser hermanos en la fe, en virtud del confortamiento del evangelio, a ser consoladores y «mediadores» de la palabra del perdón de los pecados. Lutero enseña que todos los bautizados tienen, en cuanto sacerdotes, «el mismo poder en la palabra de Dios y en los sacramentos».

Ciertamente, el sacerdocio general debe ser ejercido de acuerdo con el ordenamiento de la comunidad. No es, por tanto, competencia de cada individuo, sin más, predicar en público, enseñar, bautizar o dirigir la celebración de la cena como presidente de la comunidad, etc. Para conseguir la edificación ordenada de la comunidad, Cristo mismo ha entregado a la Iglesia un ministerio de predicación y el poder de las llaves. y este ministerio sólo lo puede desempeñar quien ha sido rectamente llamado (rite vocatus) y encargado por la comunidad y (o) por los titulares de ministerios (Lutero).

En este sentido, puede decirse que la entrega o transmisión de un ministerio es «sagrada ordenación». Por ella se es llamado al servicio de la palabra en virtud de la autoridad de Cristo. Se perfila, pues, en el campo de la proclamación de la palabra, un enfrente de la autoridad de Cristo y del oyente humano del evangelio que tiene su reflejo en el enfrente del párroco y los que escuchan su predicación. El ministerio parroquial sería, por tanto, un ministerium verbi.

El rito para el nombramiento de dirigentes de las comunidades y de predicadores no es, según Lutero, un sacramento que los sitúe esencialmente por encima de los laicos, sino que significa simplemente una llamada divina para el servicio público y eficaz de la proclamación del evangelio y de los ejercicios sacramentales de la palabra en el bautismo, la cena y la absolución.

Lutero se atuvo firmemente a estos principios también en los años posteriores, cuando, para rechazar las ideas de los exaltados, fundamentó con mayor énfasis el ministerio «desde arriba», es decir, desde la representación de Cristo. En el formulario de ordenación por él mismo redactado, la describe como la confirmación pública de los candidatos presentados por la comunidad, los titulares de ministerios o las autoridades civiles.
Si se entiende el ministerio exclusivamente como servicio a la palabra de la justificación ya la edificación de la comunidad eclesial, desaparecen todos los fundamentos objetivos en favor de una diferencia dogmática entre el obispo y el presbítero, aunque puedan reservársele al primero, por derecho humano, determinadas funciones.

«Pues donde hay recta Iglesia, hay también el poder de elegir y ordenar servidores de la Iglesia, de modo que en caso de necesidad un simple laico puede absolver a otro y puede convertirse en su párroco». Se afirma asimismo que «por derecho divino no existe ninguna diferencia entre el obispo y el párroco».

La ordenación significa llamada (vocatio). La misión efectiva se produce por medio de Cristo, y la consagración para el ejercicio del ministerio señala una comunicación del Espíritu Santo.
En la apología de la Confessio Augustana se enumera el orden entre los sacramentos, pero bajo el supuesto de que se entienda este ministerio no como sacerdocio sacrificial sino como servicio a la palabra y al sacramento. No es, además, un sacramento de la misma categoría que el bautismo, la cena y la absolución. El orden se distingue esencialmente de estos dos últimos porque le falta la promesa (promissio) del perdón de los pecados.

Calvino asumió la crítica básica de Lutero a la concepción católica del sacramento del orden. Pero en un cierto sentido lo enumera entre los sacramentos extraordinarios, ya que a la imposición de las manos de los apóstoles ya la vocación de los pastores, doctores, presbíteros y diáconos no les puede faltar la promesa del Espíritu. La ordenación es una señal eficaz de la institución en el cargo. Siguiendo el modelo apostólico, la función de ordenar no les compete, según Calvino, a los fieles, sino a los pastores.

La doctrina de la sucesión apostólica de los obispos desaparece en la Reforma. Según la concepción católica, esta sucesión es una señal sacramental eficaz constitutiva de la unión de la Iglesia con su origen apostólico y con la communio ecclesiarum. A tenor de las ideas protestantes, debería resituarse hoy día el concepto de sucesión apostólica en perspectiva ecuménica como un elemento útil para la unión de la Iglesia y para la vinculación con los orígenes apostólicos (Documento de Lima, 1982).

Afirmaciones del Magisterio

La doctrina del concilio de Trento sobre el sacramento del orden

En su sesión 23 (1563), el concilio de Trento reaccionó frente alas dudas que la Reforma arrojaba sobre el ministerio sacramental con cuatro capítulos doctrinales y ocho cánones (DH 1763-1778). No hay en su exposición planteamientos nuevos, ni tampoco una clarificación hermenéutica de los conceptos básicos de «sacerdocio» y «sacrificio». Como idea rectora para la descripción de la esencia del sacerdocio se recurrió ala definición escolástica del sacramento del orden, es decir, a la potestad de consagrar la eucaristía y de perdonar los pecados en el sacramento de la penitencia. Por consiguiente, el verdadero punto de orientación para la teología del sacerdocio lo constituye el presbiterado.

En el capítulo 1 (y en el canon 1) se enseña como verdad de fe la institución divina de un sacerdocio sacramental visible de la nueva alianza. y como la eucaristía es un sacrificio sacramental y visible por el que no es que el hombre reconcilie a Dios consigo, sino por el que Cristo actualiza su sacrificio expiatorio en la cruz (cf. el Decreto sobre el santísimo sacrificio de la misa, DH 1740), ha sido el mismo Cristo quien ha otorgado a los apóstoles ya sus sucesores (los obispos y los presbíteros) la potestad de actuar como sacerdotes (DH 1764,1771).
El capítulo segundo retorna la doctrina medieval de los siete grados o niveles del orden, aunque sin describirlos con detalle, sobre todo en lo que respecta a los grados inferiores. Tiene importancia determinante que se diga que a la estructura articulada de la Iglesia le corresponde también la articulación del ministerio (DH 1765). El canon 2 lanza el anatema contra quien dijere que fuera del sacerdocio (de los presbíteros) no hay otros órdenes mayores o menores (DH 1772).

En el capítulo 3 se establece que el orden es un signo salvífico propio y verdadero, que forma parte de los siete sacramentos (DH 1766). El canon 3 confirma que no se trata sólo de un rito externo para elegir a los servidores o ministros de la palabra y el sacramento, sino de un sacramento verdadero, instituido por Cristo (DH 1773) que -de acuerdo con el canon 4- da el Espíritu Santo (DH 1774). Quien ha recibido este sacramento válidamente de un obispo no puede ya volver al estado laico, porque está marcado con un sello indeleble que es el fundamento permanente del poder de consagración (DH 1767). En el canon 5 se confirma la práctica de la unción usada en la Iglesia para la consagración, en contra de quienes la juzgan despreciable y perniciosa (DH 1775). Pero esto no significa que dicha unción sea un elemento constitutivo del signo material. Simplemente, se defiende la costumbre de utilizar la unción como signo (explicativo).

 El capítulo 4 y los cánones 6, 7 y 8 tratan del orden eclesial sacramental, es decir, de la jerarquía. Quien niegue la existencia por disposición divina- del orden ministerial sacramental y de su ejercicio en los grados o niveles de obispos, presbíteros y ministros (diáconos), y afirme que «todos los cristianos son indistintamente sacerdotes del Nuevo Testamento o que todos están dotados de potestad espiritual igual entre sí» cae bajo el anatema (DH 1767,1776).

Los obispos son sucesores de los apóstoles y han sido instituidos por el Espíritu Santo (DH 1768). Ni el pueblo ni las autoridades civiles tienen autoridad para instituir obispos y sacerdotes, ni para declarar válida o inválida la ordenación, ni para rechazar «como legítimos ministros de la palabra y del sacramento» a los que proceden de otras partes (DH 1768,1777). En el canon 8 se castiga con el anatema a quienes negaren el episcopado sacramental a los obispos designados por el papa o afirmaren que se trata de una creación humana (DH 1778).

El canon 7 destaca la diferencia esencial entre el obispo y el presbítero. Esta diferencia se manifiesta en el hecho de que no poseen la misma potestad de con- firmar y ordenar, ni los presbíteros la tienen en común con los obispos. Los obispos, en cuanto sucesores de los apóstoles, son puestos en su cargo por el Espíritu Santo para dirigir la Iglesia de Dios. Son superiores a los presbíteros, porque tienen una potestad diferente, cuyo ejercicio no compete a los situados en niveles inferiores (DH 1768).

El hecho de que, con autorización pontificia, los simples sacerdotes puedan administrar la confirmación no supone contradicción con lo anterior ni les convierte automáticamente en ministros extraordinarios del sacramento del orden. La confirmación busca, en efecto, la salvación personal, mientras que el sacramento del orden se orienta a la ordenación y la edificación de la Iglesia, para las que el obispo tiene propia e inmediata potestad.

En la teología posterior al concilio de Trento se discutieron de forma especial algunas concretas cuestiones históricas: la costumbre de la Iglesia alejandrina del siglo II de elegir por aclamación al obispo de entre el grupo de los presbíteros; el tema de si los corepíscopos (= obispos de las Iglesias rurales dependientes de una metrópoli) eran verdaderos obispos o simples sacerdotes que administraban las órdenes en virtud de una potestad pontificia; el problema de los privilegios para conferir órdenes concedidos por algunos pontífices en la Baja Edad Media.

La constitución apostólica Sacramentum ordinis de Pío XII establece que el obispo, el presbítero y el diácono son diferentes niveles o grados del sacramento del orden.


La doctrina del II concilio Vaticano

El II concilio Vaticano acertó a desarrollar la doctrina del sacramento del orden en el contexto de la eclesiología comunión y sin acentos polémicos contrarreformistas. La Iglesia es en Cristo el sacramento por el que el Señor exaltado realiza el reino de Dios y por el que ejerce su ministerio de mediación real, sacerdotal y profética (LG 1). Forma parte de la esencia sacramental de esta comunión sacerdotal eclesial hacer visible, a través de señales o símbolos, la primacía de Cristo y su enfrente respecto de la comunidad. y así, el servicio sacerdotal de la Iglesia es ejercido por esta misma Iglesia como cuerpo de Cristo, pero no menos por Cristo, en cuanto cabeza y origen permanente de la misión salvífica eclesial (LG 10). De donde se sigue que el sacerdocio jerárquico ejercido en la persona de Cristo, la cabeza sacerdotal, se distingue del ejercido por todos los fieles.

El ministerio sacramental hunde sus raíces en la potestad espiritual y en la misión de los apóstoles y de sus sucesores, los obispos (LG 20). Mediante la consagración episcopal se transfiere la plenitud de este sacramento. Por eso el obispo puede ser principio y fundamento de la unidad de la Iglesia local y de la communio con los restantes obispos de la Iglesia universal.

«La consagración episcopal confiere la plenitud del sacramento del orden ... Según la tradición... es cosa clara que con la imposición de las manos y las palabras consagratorias se confiere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el sagrado carácter, del tal manera que los obispos en forma eminente y visible hagan las veces de Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y obren en su nombre» (LG 21).

Los presbíteros, en comunión con el obispo, comparten las funciones fundamentales (salvo el poder de ordenar), el ministerio pastoral supremo (dirección de la Iglesia local) y la potestad doctrinal autorizada del magisterio ordinario y extraordinario de la Iglesia. Lo esencial, con todo, es que, en virtud de su poder espiritual, los sacerdotes actúan en la persona de Cristo, cabeza de la Iglesia (LG 28; PO 2).

En la ordenación de los diáconos, los ordenados reciben, mediante la imposición de las manos y la oración del obispo, «gracia sacramental» (LG 29). Queda, pues, fuera de discusión la sacramentalidad del diaconado.

El Decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos (CD) y el Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros (PO) desarrollan algunos aspectos concretos de la temática básica de la Constituci6n dogmática sobre la Iglesia (LG).
Entre las aclaraciones esenciales, relevantes también para el diálogo ecuménico, pueden mencionarse las siguientes:

1.      La relación entre los laicos y los titulares del ministerio espiritual no se deriva de una supremacía o de una subordinación socio-política ni ha sido impuesta mediante ley por motivos de conveniencia o de utilidad. La unión se desprende de la común participación en la misión salvífica única de la Iglesia. La diferencia es el resultado de la diferente delegación recibida y, por consiguiente, de los distintos poderes y funciones que ello implica y que, una vez más, están vinculados ala sacramentalidad de la Iglesia ya la distinción entre «Cristo como cabeza y como cuerpo de la Iglesia».

2. Ha de insistirse en la unidad del sacramento del orden, que es ejercido en los tres niveles del episcopado, el presbiterado y el diaconado.

2.      La calificación de la Iglesia como comunidad sacerdotal y la denominación de las funciones específicas de obispos y sacerdotes (junto al ministerio doctrinal y pastoral) no procede de una asunción de las concepciones paganas sobre los sacrificios y el sacerdocio. Aparece aquí una dimensión específicamente cristológica y pneumatológica del ministerio apostólico y espiritual por medio del cual ejerce Cristo su propio servicio salvífico sacerdotal en la liturgia de la Iglesia, y especialmente en los sacramentos.

Ha podido comprobarse, finalmente, que la controversia reformista-católica en torno a la intelección del sacerdocio como servicio de mediación carecía de sentido. Según la concepción católica, ningún titular humano es, como sacerdote, mediador en el sentido de causa de la salvación. Es servidor de Cristo, único que produce la salvación:

«A los sacerdotes... de la nueva alianza se les puede llamar mediadores entre Dios y los hombres en cuanto que son servidores del verdadero mediador, en cuyo lugar ofrecen a los hombres los sacramentos que aportan la salvación» (Tomás de Aquino: «Por tanto, ejercen el servicio de mediador).

 Punto de partida dogmático del sacerdocio ministerial en una eclesiología de comunión

No puede construirse arbitrariamente la idea básica del sacramento del orden partiendo, por ejemplo, de los tres ministerios de Cristo como maestro, sacerdote y pastor/rey, o de la doctrina medieval sobre la potestad, que definiría al sacerdote exclusivamente desde la potestad de consagrar, o a base de arrebatarle a una esfera sacra que le separa y aleja del mundo profano y laico.

1.      Es determinante una eclesiología que entienda a la Iglesia como sacramento y communio. En este contexto puede establecerse una conexión con la eclesiología paulina: con la edificación interna de la Iglesia mediante los servicios, carismas y operaciones que le confieren Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo (Rom 12; 1Cor 12). El ministerio se fundamenta en Cristo y está internamente determinado por el don del Espíritu. Representa y organiza la unidad de la comunidad en la multiplicidad de los carismas. El carisma del ministerio sacramental consiste en la dirección de la comunidad: promueve y desarrolla las diferentes tareas y servicios. Así es como ejerce el sacerdote el servicio de Cristo, Señor y cabeza de su Iglesia. La naturaleza de Cristo como cabeza de su Iglesia consiste, en efecto, en que es su fuente, su origen y su vínculo de unión. El ministerio actúa como representación sacramental de la función de Cristo en cuanto cabeza en su cuerpo, la Iglesia.

Para desempeñar este ministerio se necesita, además de la fundamentación del ser cristiano en el bautismo y la confirmación, una autorización específica, que se obtiene en la ordenación. La gracia otorgada en el orden no se orienta preferentemente a la santidad personal, sino a la edificación de la Iglesia mediante el servicio de la palabra y de los sacramentos, es decir, a la santificación de los hombres y como la eucaristía es, ya desde los primeros testimonios de la cristiandad primitiva (1Cor 10,17), la condensación sacramental de la unión de la Iglesia en sus II miembros concretos y con Cristo, su cabeza, le corresponde, justamente al ministerio de la unión, la presidencia de las celebraciones eucarísticas. Por donde se advierte que la conexión entre el sacerdocio sacramental y la celebración de la eucaristía no es una constatación simplemente positivista (con el propósito de legitimar el poder), sino que brota interna y orgánicamente desde la realización vital entendida como unidad de sentido de la Iglesia de Cristo, por quien está capacitada para llevar a cabo su misión.

Aunque la Iglesia se caracteriza por la unión con Cristo fundamentada en la encarnación, no se distingue menos por su permanente diferencia respecto a Cristo. También esta diferencia está expresada en la referencia mutua del presidente de la comunidad con los fieles.

2.      Si la Iglesia, como un todo, es el sacramento de la salvación del mundo, debe ser entendida como actualización de la palabra de la promesa de Dios que, pronunciada en el curso de la historia, se va implantando victoriosamente y se ha hecho en Jesucristo realidad corpórea. La posibilidad de pronunciar esta palabra fundamental de la promesa aparece en las diferentes situaciones de la vida humana, especialmente en la celebración de la muerte y resurrección de Jesucristo. y aunque es , indudable que algunas funciones de este servicio de la palabra pueden transferirse a otras personas fuera del ministerio sacramental (profesores de religión, catequistas), no por eso se elimina la necesidad de un ministerio que se cuide específicamente de este servicio, sobre todo en el contexto de la celebración de la eucaristía.

Este servicio de la palabra afecta a la existencia personal del sacerdote. La palabra de la salvación no puede resultarle una actividad extrínseca: no es un funcionario de la palabra (K. Rahner).

3.      La idea del ministerio sacramental puede exponerse también, y con mayor amplitud, bajo el prisma de la misión apostólica. El punto de partida es aquí la llamada de los discípulos llevada a cabo por Jesús, cuya existencia total está ya a su vez determinada por la misión que le ha confiado el Padre y que él transfiere a los apóstoles. Por consiguiente, la esencia íntima del apostolado consiste en una relación personal con Jesús análoga a la relación de misión que se da entre Jesús, el Hijo, y el Padre (Jn 20,22s.). Así, pues, el ministerio sacerdotal no se deriva de las necesidades sociológicas de una institución o de una asociación religiosa, sino de una relación personal de misión. y por eso el presbítero es, en su propia persona, representante de Cristo.

 «Los presbíteros, ejerciendo, según su parte de autoridad, el oficio de Cristo, Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del obispo, a la familia de Dios, con una fraternidad alentada unánimemente, y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu» (PO 6).
De donde se sigue que la esencia de esta autoridad espiritual tiene poco que ver con lo que en otros contextos se denomina poder, ministerio, cargo o jurisdicción. Aquí se trata de la exposición pública de la fuente cristológica de la realidad salvífica total tal como es presentada por la Iglesia, (J. Ratzinger).

4.      Es de fundamental importancia el punto de vista de que Dios quiere la salvación de todos los hombres. Lo pone en práctica en su Hijo hecho hombre y lo actualiza en el Espíritu Santo. De donde se deriva la actualización permanente de la salvación en Cristo y en el Espíritu bajo la modalidad sacramental: la Iglesia es, como un todo, sacramento de la salvación para el mundo. En la dimensión sacra- mental de la Iglesia debe expresarse también, simbólicamente, que sólo Cristo es la fuente permanente y el origen de toda la vida eclesial, tanto en lo referente a su misión como a su realización comunitaria. y esto equivale a decir que este predominio de Cristo como cabeza de la Iglesia tiene su manifestación en el ministerio apostólico.

El apóstol pone bien en claro esta preeminencia en las comunidades por él fundadas. Él es sólo un representante de Cristo: «Hacemos de embajadores en nombre de Cristo, siendo Dios el que por medio de nosotros os exhorta» (2Cor 5,20). Por tanto, se perfila entre el apóstol y la comunidad una relación constitutiva de la Iglesia que es irreversible y que adquiere en la celebración eucarística una peculiar intensificación (cf. 1Cor 3,9: «Somos colaboradores con Dios; y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios»).

De todo ello se le sigue al ministerio un ejercicio específico del servicio de salvación de Cristo en el cumplimiento de las actividades básicas de la martyria, la leiturgia y la diakonia, que se distingue de las actividades llevadas a cabo por los laicos en virtud de la misión sacerdotal y profética de la Iglesia (LG 9-12). Pero titulares de ministerios y laicos se encuentran unidos en el común ejercicio del servicio profético y sacerdotal de Cristo: «Está presente (Cristo) en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro... sea sobre todo bajo las especies eucarísticas.

Está presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra... Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: "Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20). Con razón, entonces, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella, los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (SC 7).


No hay comentarios:

Publicar un comentario