El Matrimonio en el testimonio bíblico
1.
En
los relatos paleotestamentarios de la creación, los autores (J/P) desbordan la
práctica matrimonial concreta de su tiempo y se remontan hasta la voluntad
originaria del Creador y el orden de la creación todavía no perturbado por el
pecado. Estas narraciones ponen en duda o relativizan la relación hombre mujer
tal como era entendida en el esquema del derecho y de las costumbres
patriarcales, la poligamia, el divorcio, la posibilidad de repudiar al cónyuge
y el establecimiento de impedimentos matrimoniales especiales.
En el canto a la creación yahvista destaca
claramente la referencia personal. mutua, en igualdad de condiciones, del varón
y la mujer. Sólo la mujer tomada de Adán y creada a partir de él es su réplica
adecuada y sólo ella puede ser su enfrente personal en «ayuda» mutua (Gen 2,18;
no se alude aquí a una sirvienta personal, sino ala referencia intersubjetiva
de la persona como principio de su plena realización). El hombre, que reconoce
en la mujer la común naturaleza humana y la igualdad personal («carne de mi
carne»), deja a su familia de origen y se une a su mujer, de modo que ambos son
«una carne», es decir, una comunión de vida, de amor y de cuerpo (Gen 2,24).
En el canto a la creación sacerdotal se dice que
el ser humano ha sido creado bajo las modalidades de varón y mujer a imagen y
semejanza de Dios. La referencia intracreada de ambos en el matrimonio es, por
tanto, señal de la referencia de , todos los hombres a Dios. Al varón ya la
mujer, en su comunión personal, se les han dado los dones y las tareas de la
fecundidad, de la posesión de la tierra y de la responsabilidad por el mundo.
Esta comunión cuenta con la protección de la bendición y la palabra de la
promesa de Dios (Gen 1,27s.).
De los escritos recientes del Antiguo Testamento
se desprende que la bendición de Dios al amor personal entre el varón y la
mujer tiene su reflejo en la gratitud del hombre a Dios por el don del
matrimonio y en la vida matrimonial que busca glorificar a Dios (cf. Tob
8,4-9).
El matrimonio no se fundamentaba, en su estado
originario, en el simple orden natural. Como ya se ha apuntado antes, fue, como
realidad creada, alusión simbólica al origen del hombre en Dios y, al mismo
tiempo, medio en el que Dios bendice a su creación. Como comunión de vida humana,
representaba simbólicamente la comunión de vida humano-divina. El matrimonio
expresaba la unidad originaria de naturaleza y gracia, de creación y alianza.
La pérdida de la originaria comunión con Dios
acarreó sobre el matrimonio la maldición y la penosa carga de la gracia
perdida. Así lo expresa claramente la «sentencia de condena» pronunciada contra
el varón y la mujer (Gen 2,25-3,24).
2.
En
el Nuevo Testamento se inserta al matrimonio en el proceso histórico-salvífico
de la redención del hombre y del restablecimiento de la unidad originaria de
alianza y creación, de naturaleza y gracia. A la luz del acontecimiento de
Cristo se descubre de nuevo la constitución originaria del matrimonio. Está
internamente marcado por la nueva alianza de Dios con su pueblo no tiene nada
de casual que ya la alianza paleotestamentaria de Dios con Israel fuera
descrita con la imagen del amor del esposo y la esposa (Mal 2,14; Prov. 2,17) o
que, respectiva- mente, se execrara la incredulidad del pueblo y su infidelidad
a la alianza como adulterio (Ex 20,14; Os 1,2).
La Iglesia como nuevo pueblo de la alianza tiene
su origen en la autoentrega amorosa de Jesús en la cruz. Él es el esposo. El
amor del varón y la mujer, por el que existe el matrimonio, tiene, por tanto,
su origen en aquella autoentrega de Jesús por la Iglesia, lo representa
simbólicamente y está ! internamente transido por esta entrega de Cristo (Ef
5,21.33; 2Cor 11,2; Ap 19,7): la Iglesia es !a esposa que se ha preparado para
las bodas con el Cordero, Cristo, autor
y mediador de la alianza nueva.
Y así, el autor de la Carta a los efesios ve
fundamentada en la relación mutua de la agape del varón y la mujer y en la
obediencia (que no debe confundirse con sometimiento) de la mujer al marido la
comunión de vida entre ambos y puede calificar esta unión de misterio profundo
(mysterion sacramentum magnum), que él refiere a Cristo y a la Iglesia (Ef
5,32).
El Jesús pre-pascual sitúa el matrimonio en el
contexto de su proclamación del reino de Dios. Desborda así la casuística
matrimonial y las regulaciones programáticas del divorcio remitiéndolas al
orden originario de la creación, en el que se revela la voluntad de Dios. Las
regulaciones que permitían al hombre divorciarse o repudiar a su mujer fueron
sólo concesiones a causa de la «dureza de corazón», que Moisés y los
legisladores de la antigua alianza simplemente toleraron, pero no aprobaron.
«Al principio de la creación no fue así». El varón y la mujer son
definitivamente uno, no dos: «Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre» (Mc
10,6- 9; Mt 19,1-9).
Se advierte bien que para Jesús el matrimonio no
era en modo alguno una institución neutra, algo así como un ámbito secundario
de acreditación de la moral cristiana. El matrimonio es la forma originaria del
encuentro con Dios y con su voluntad salvífica. Por eso puede convertir la
indisolubilidad del matrimonio y la comunión de vida que implica en señal del
incipiente reino de Dios, hecho ya realidad eficaz. Aquí tiene su fundamento la
ética matrimonial.
El hombre que repudia o despide a su mujer, y la
mujer que repudia o despide a su marido, «comete adulterio» y quebranta la
«nueva alianza» (Mc 10,11; Lc 16,18; 1Cor 7,10). Esta intención de Jesús no
queda eliminada a consecuencia de las secundarias «cláusulas de fornicación»
(Mt 5,32; 19,9), según las cuales en caso de adulterio es posible la
separación, ni tampoco en virtud del llamado «privilegio Paulino» de 1Cor
7,15s., por el que se permite la separación del cónyuge que abraza el
cristianismo cuando la otra parte se mantiene infiel y no está dispuesta a
llevar una convivencia pacífica. Hasta qué punto permite aquí Pablo que el
creyente contraiga nuevo matrimonio es una pregunta sujeta a debate.
El hombre no puede con su sola capacidad moral y
su disposición psicológica personal dar adecuada respuesta a la exigencia de
indisolubilidad del matrimonio en cuanto señal de la alianza nueva y eterna y
del reino de Dios ya hecho realidad. Sólo escuchando la llamada a la
conversión, a la fe y al seguimiento de Cristo (Mc 1,15) y «viviendo del
Espíritu» (Gal 5,25) puede llegar en su persona hasta la realidad interna del
matrimonio como señal de la comunión de alianza de Cristo y de la Iglesia. La
comunión espiritual y corporal del hombre y la mujer debe ser santa y ha de
servir para la santificación por medio del Espíritu Santo de Dios (1Tes 4,3-8).
Aunque el matrimonio se sitúa en el contexto del
reino de Dios, debe también tenerse presente que la forma existencia} humana
forma parte de este eón transitorio y que en el mundo futuro no seguirá
existiendo bajo su forma terrestre (Mc 12,25). Por eso, tras la muerte de uno
de los cónyuges, el supérstite puede contraer nuevo matrimonio.
La llamada personal al servicio del reino de
Dios a punto de llegar y la invitación del Señor (1Cor 7,7) pueden inducir a
que, como en el caso del mismo Jesús, algunas personas no consideren que el
matrimonio sea su perspectiva existencial, sino que, siguiendo la «llamada de
Dios» (1Cor 7,17; Lc 14,20) y contando con el don de la gracia (el carisma) de
la vida en celibato, se consagren, bajo todos los aspectos, «a los asuntos del
Señor» (1Cor 7,32).
Todo ser humano y todo cristiano tiene, según
Pablo, libertad para optar por la forma existencial natural y santificadora del
matrimonio, y elegir un consorte (1Cor 7,7.28.38.40; Mt 19,12). Pero una vez ya
casados, el apóstol amonesta: «Respecto a los que están casados hay un
precepto, no mío, sino del Señor: que la mujer no se separe del marido y que si
se separa, que quede sin casarse, y que el marido no des:. pida a su mujer»
(1Cor 7,10s.).
Los matrimonios entre cristianos, los
«santificados en Cristo» (1Cor 1,2), se celebran y se viven "en el
Señor" (1Cor 7,39; cf.1Cor 11,11). Con esto, también Pablo testifica la
dimensión teológica, de base cristológica, de la gracia del matrimonio.
Frente al menosprecio de los herejes gnósticos,
que querían prohibir las uniones matrimoniales (1Tim 4,3), se destaca que el
matrimonio participa de la bondad de todo lo creado. Un matrimonio vivido en
mutua fidelidad responde a la voluntad divina y «todos deben tenerlo en alto
aprecio» (Heb 13,4).
Aunque en las llamadas «tablas domésticas» se
detecta una cierta relación de subordinación de las mujeres casadas respecto a
sus maridos (Col 3,18; Ef 5,22-33; 1Pe 3,1-7), no puede deducirse de aquí que
la intención de estas declaraciones sea sancionar desde el punto de vista
religioso una situación sociológica. Aquí se trata de una subordinación mutua
en «el común temor de Cristo» (Ef 5,21), que es, en su amor y en su obediencia,
el modelo de la comunión de vida de Dios con su pueblo. Mediante el servicio
desinteresado es posible ganar para la palabra del evangelio a maridos
incrédulos, «para que, si algunos se muestran rebeldes a la palabra, sin
palabra alguna sean conquistados por la conducta de las mujeres, observando
vuestra honesta y respetuosa conducta» (1Pe 3,1s.; cf. 1Cor 7,14: «... el
marido pagano queda ya santificado por su mujer...»).
Evolución histórica del sacramento y su
doctrina
La Patrística
Frente a los gnósticos, que calificaban de obra
del demonio los matrimonios y la procreación, el hereje Marción, el movimiento
rigorista ascético de los encratitas (Hipólito) y el maniqueísmo dualista, que
declaraba que la materia y, por consiguiente, también la sexualidad es el
principio del mal (Agustín), los Padres de la Iglesia defendieron con voz
unánime la bondad natural del matrimonio y su significación para la salvación y
la vida en la gracia. El I concilio de Braga (Portugal), de año 561, excluye de
la comunión de la Iglesia a quienes «condenan las uniones matrimoniales humanas
y se horrorizan de la procreación de los que nacen, conforme hablaron Maniqueo
y Prisciliano» (DH 461).
En contra de los albigenses, los clítaros y
otras sectas de la Alta Edad Media, el IV concilio de Letrán de 1215 declaraba
que «no sólo los vírgenes y continentes, sino también los casados merecen
llegar a la bienaventuranza eterna, agradando a Dios por medio de su recta fe y
buenas obras» (DH 802). En igual sentido, el papa Juan XXII, en la constitución
Gloriosam Ecclesiam, de 1318, amonestaba frente a los «fraticelli», ala radical
del movimiento franciscano, a los que describe como «hombres presuntuosos que
charlatanean contra el venerable sacramento del matrimonio» (DH 916).
No obstante, algunos Padres entendían que el
matrimonio es más bien una concesión a la fragilidad humana de quienes no
pueden vivir en continencia (Tertuliano, Orígenes, Jerónimo), y que se debe
tolerar a causa de la necesidad de la procreación.
Bajo la influencia del espiritualismo
platonizante, hubo quienes llegaron a la idea de que la diferencia sexual de
los seres humanos y, con ello, el matrimonio, era consecuencia del pecado, ya
previsto por Dios y que, por consiguiente, Dios los creó varón y mujer y los
dispuso para el matrimonio sólo teniendo a la vista la caída en el pecado
original. De donde concluían que, sin el pecado, habría sido posible una
multiplicación asexual de los hombres en el curso de las generaciones (Gregorio
de Nisa, Jerónimo). Pero por razones extraídas de la teología de la creación,
debe tenerse esta opinión por absolutamente insostenible (cf. Tomás de Aquino,
S.th. I q.98 a.2). La diferencia de sexos es una señal de la bondad de la
creación.
También suscitó debates la pregunta de si es
posible contraer nuevo matrimonio cuando muere uno de los cónyuges (Tertuliano:
un segundo matrimonio sería adulterio; Atenágoras: este segundo matrimonio
sería un adulterio asumible). Pero, en conjunto, la tendencia general se movía
en la línea de la licitud de segundas y terceras nupcias (Hermas; Clemente de
Alejandría; Jerónimo; Agustín; Basilio). En el II concilio de Lyon de 1274 el
emperador bizantino Miguel Paleólogo reconocía, con toda al Iglesia occidental,
que cuando muere un consorte, los cristianos tienen libertad para contraer un
segundo, tercero y sucesivos matrimonios (DH 860; cf. 795).
Los Padres de la Iglesia consideraban que el
matrimonio cristiano es una comuni6n de vida instituida por Dios y santificada
por Cristo. El matrimonio es sacramento, de acuerdo con la sentencia de Pablo
de que los matrimonios se celebran «en el Señor» (1Cor 7,39). En concordancia
con Ef 5,21s., Ignacio de Antioquía dice: «Respecto a los que se casan, esposos
y esposas, conviene que celebren su enlace con conocimiento del obispo, a fin
de que el casamiento sea conforme al Señor y no por solo deseo. Que todo se
haga para honra de Dios» (cf. Tertuliano).
También la presencia de Jesús en las bodas de
Caná (Jn 2,1-12) fue interpretada como una santificación y consagración del
matrimonio por Cristo. Sería, pues, Dios mismo quien une a los consortes y
quien otorga al matrimonio fuerza santificante y gracia divina (Agustín, Juan
Damasceno). Orígenes afirma: «Es Dios mismo quien ha fundido a los dos en uno,
de modo que desde el momento en que el varón ha desposado a la mujer ya no son
dos. Pero como el autor I de la unión es Dios, por eso en quienes fueron unidos
por Dios habita la gracia j (el carisma). Sabiendo bien esto, declara Pablo que
el matrimonio que responde a la palabra es una gracia, del mismo modo que es
también gracia el celibato en castidad».
Agustín abrió una senda nueva hacia la posterior
concepción del matrimonio. Según él, la referencia del matrimonio al sacramento
no se deduce sencillamente en virtud de la fonética externa de la palabra
(mysterion, sacramentum: . Ef 5,32), sino de su proximidad objetiva a los
signos salvíficos indudablemente más importantes de la nueva alianza, y en
primer término al bautismo y el orden. Al igual que estos dos sacramentos,
también el matrimonio produce algo permanente (quiddam coniugale, en
concordancia con la posterior doctrina del vínculo conyugal permanente y con el
cuasi carácter de este vínculo).
Según Agustín, no se trata únicamente de un
vínculo conyugal natural, sino del «santo sacramento del matrimonio», un
sacramento que se identifica con el vínculo matrimonial indisoluble. Aunque
todavía no se menciona una gracia sacramental específica, se describe ya la
dignidad del matrimonio («Santificación de la vida matrimonial; cumplimiento
del deber de educar a los hijos»).
A la objeción de los pelagianos de que con su
doctrina sobre el pecado original y la concupiscencia destruía el bien del
matrimonio, replicaba Agustín que aunque las relaciones sexuales matrimoniales
son buenas como don del Creador, fueron pervertidas y están necesitadas de
redención a consecuencia del pecado original y del placer egoísta
(concupiscencia) que, sin la gracia, el hombre no puede dominar. Ya en el
sentido de la posterior doctrina de los tres bienes del matrimonio, formulaba:
«El bien del matrimonio se apoya ...en todos los pueblos y en todos los
hombres, en el objetivo de la procreación y de la preservación de la castidad
y, en lo que se refiere al pueblo de Dios, en la santidad del sacramento. En
consecuencia, se produce una violación de la ley divina y natural cuando una
mujer divorciada se casa con otro hombre mientras vive su marido anterior...
Todo esto, descendencia, fidelidad y misterio, son bienes por los cuales también
el matrimonio es un bien».
La Escolástica
En el curso del proceso de formación del
concepto de sacramento de la primera Escolástica, el matrimonio fue incluido,
sin problemas, entre los siete sacramentos, en el sentido propio y verdadero
del término. El II concilio de Letrán de 1139 mencionaba el matrimonio en el
mismo párrafo que el bautismo, la eucaristía y el orden y negaba la comunión
con la Iglesia a cuantos lo rechazaban (DH 718). El sínodo de Verona de 1184
excomulgó a los cátaros, albigenses y otras sectas que, acerca de la
eucaristía, el bautismo y la confesión, y también «acerca del matrimonio y los
demás sacramentos de la Iglesia», enseñaban doctrinas distintas de las de la
Iglesia romana (DH 761).
La confesión de fe prescrita en 1208 a los valdenses
enumeraba el matrimonio entre los siete sacramentos (DH 794) que se celebran en
la Iglesia con la cooperación y por el poder del Espíritu Santo (DH 793). El II
concilio de Lyon de 1274 (DH 860s), el Decreto para los armenios del concilio
de Florencia de 1439 (DH 1327) y el Tridentino en su Decreto general sobre los
sacramentos de 1547 (DH 1601) y el Decreto sobre el sacramento del matrimonio
(DH 1800, 1801), así como otras declaraciones más recientes, por ejemplo,
contra el modernisno (DH 3142,3451) confirman y consolidan la sacramentalidad
del matrimonio como doctrina de fe de la Iglesia. En la Alta Edad Media se
registraron nuevas declaraciones relativas a los elementos constitutivos del
signo sacramental.
También las Iglesias separadas de Oriente han
admitido como doctrina de fe la sacramentalidad del matrimonio.
Distanciándose de algunos escolásticos de la
primera época, que entendían el matrimonio como remedio contra la
concupiscencia y se mostraban reservados frente a la idea de una transmisión
positiva de la gracia (P. Lombardo), Tomás de Aquino destacó claramente que la
transmisión o el aumento de la gracia santificante forma parte positiva de la
ratio sacramenti (cf. también DH 1600): «Dado que los sacramentos causan lo que
significan, forma parte de la doctrina de la fe que a quienes contraen
matrimonio se les confiere, por medio de este sacramento, gracia por la que
pertenecen a la unión de Cristo con su Iglesia...».
La señal sensible del sí matrimonial indica y
causa el don espiritual y la gracia interna de la unión con Cristo y la
Iglesia, representada en el matrimonio y de la que éste participa.
De la sacramentalidad se derivan las siguientes
propiedades esenciales: unidad, indisolubilidad y los bienes del matrimonio.
El signo sacramental consiste -según la opinión
prevalente en la Iglesia latina- en el consenso matrimonial entre los
bautizados, no en la bendición sacerdotal.
La indisolubilidad del matrimonio sólo se
produce cuando al consenso se le añade la consumación (ratum et consumatum). El
matrimonio sólo consentido, pero no consumado, puede ser, bajo determinadas
circunstancias, disuelto por privilegio pontificio, por ejemplo, si uno de los
cónyuges decide ingresar en una orden religiosa. En tal caso, el otro cónyuge
queda libre para contraer nuevo matrimonio (DH 754-756; Inocencio III: DH 786).
Algunos teólogos (Melchor Cano entre otros)
entendían que el contrato matrimonial es la materia y la bendición sacerdotal
la forma de la señal sacramental del matrimonio (y así lo siguen considerando
también las Iglesias ortodoxas orientales).
Como difícilmente puede trasladarse al
matrimonio el esquema del «ministro y del receptor humano», pues ambos se
identificarían, puede decirse, con razón, que el auténtico administrador de la
gracia matrimonial es Cristo, mientras que los contrayentes constituyen el signo
sacramental en la comunión de la Iglesia. El presbítero (o diácono) asistente
es algo más que simple testigo autorizado o supervisor del deber de cumplir las
formas prescritas. Hace simbólicamente visible la dimensión eclesial del
matrimonio en cuanto que participa en su conclusión como representante de
Cristo y de la Iglesia y concede a los participantes, como ministro de esta
misma Iglesia, la bendición de Dios (cf. Tomás de Aquino).
La crítica de los reformadores a la
concepción del matrimonio como sacramento
En su escrito de 1520 De la cautividad
babilónica de la Iglesia, Martín Lutero negaba la sacramentalidad del
matrimonio, aunque se le podría enumerar, por supuesto, en un sentido general,
entre las señales y alegorías que aparecen a menudo en la Sagrada Escritura y
que, en palabras del apóstol Pablo, son una figuración de la relación de Cristo
con su Iglesia.
El término sacramentum que aparece en Ef 5,31 no
pasa de ser una simple equivalencia verbal respecto del posterior concepto de
sacramento. El matrimonio no puede ser situado objetivamente al mismo nivel que
el medio de gracia del bautismo, la cena o la absolución. Carece de la palabra
bíblica institucionalizadora de Cristo que le convertiría en una palabra de la
promesa y de la certeza de la justificación. Si se tiene en cuenta que también
en el Antiguo Testamento y entre los pueblos paganos existe el matrimonio
válido, debe concluirse que se inscribe en el orden profano natural, no en el
de los sacramentos. Ciertamente, es una institución divina, pero de este orden
natura: «Al matrimonio se le considera sacramento... sin ningún apoyo en la
Escritura... Hemos dicho que en todo sacramento está contenida la palabra de la
promesa divina (promissio) a la que debe creer todo el que recibe la señal...
Pues en ninguna parte se encuentra que
reciba la gracia de Dios el que toma mujer.
Tampoco
ha puesto Dios la señal en el matrimonio. Pues en ninguna parte se lee que haya
sido instituido por Dios para que signifique algo. y aunque todo lo que se lleva
cabo de forma visible pude ser entendido como figura o alegoría de las cosas
invisibles, no por ello las figuras y los símbolos son sacramentos en el
sentido en que aquí estamos hablando».
Puesto que el matrimonio no es sacramento, la
Iglesia no tiene ninguna jurisdicción en esta materia, que está sujeta
exclusivamente al ordenamiento civil. Desaparece asimismo su estricta
indisolubilidad, dado que ésta no tiene otro fundamento que su carácter
sacramental. Aunque Jesús prohibe el divorcio, debería darse la posibilidad de
un nuevo matrimonio cuando la convivencia está totalmente rota, o en el caso de
cónyuges abandonados por su consorte.
Ahora bien, aunque el matrimonio es un «asunto
civil» (Lutero), es decir, no sujeto a la jurisdicción eclesiástica, no por eso
se le puede reducir a simple cuestión profana. Es, en efecto, y en palabras del
propio Lutero, un «estado divino», que, precisamente porque tiene un precepto
de Dios, es infinitamente superior al estado de vida religioso. El matrimonio
ha sido instituido por Dios mismo, que le ha prometido su bendición. Se trata,
de todas formas, de una bendición más orientada a la "vida corporal"
que a la certeza salvífica de la justificación o del perdón de los pecados.
Quien entra en el matrimonio como «obra y
mandamiento divino», debe solicitar del párroco «oración y bendición» y mostrar
así «hasta qué punto necesita la bendición divina y la oración común para el
estado que ahora inicia, tal como se da en la vida cotidiana, con las
tribulaciones que el demonio endereza en el estado del matrimonio, con
adulterios, infidelidades, desuniones y todo tipo de aflicciones».
Con parecidos razonamientos rechazó también
Calvino la sacramentalidad del matrimonio, aunque le consideraba como de
institución divina. Por lo demás, no es sino una de las formas básicas de la
vida humana que se remontan a Dios, pero que no tienen ninguna vinculación
inmediata con la gracia de la justificación o con , el ordenamiento salvífico.
La doctrina del concilio de Trento
Frente a la crítica reformista, el concilio de
Trento, en su sesión 24 de 1563, en el Decreto sobre el sacramento del
matrimonio, confirmó la doctrina hasta entonces vigente y la práxis
jurisdiccional de la Iglesia (DH 1797-1812).
En el canon 1 se afirma; «Si alguno dijere que
el matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la
ley del evangelio, e instituido por Cristo Señor, sino inventado por los
hombres en la Iglesia, y que no confiere la gracia, sea anatema» (DH 1801).
El matrimonio se fundamenta, como sacramento, en
las palabras que el Espíritu Santo puso en labios de Adán: «Serán dos en una
sola carne» (DH 1797). De donde se sigue el «vínculo permanente e indisoluble
del matrimonio», así como la exclusión de la poligamia y la designación de la
monogamia como característica esencial del matrimonio tanto en el orden de la
naturaleza como en el de la gracia (DH 1798 y canon 2: DH 1802). Ha sido el
mismo Cristo quien ha renovado el matrimonio sobre el fundamento del orden
natural y quien lo ha confirmado en el sentido del nuevo orden salvífico (DH
1798).
"Ahora bien, la gracia que perfeccionara
aquel amor natural y confirmara la unidad indisoluble y santificara a los
cónyuges, nos la mereció por la pasión el mismo Cristo, institucionalizador y
realizador de los venerables sacramentos" (DH 1799). Así está cuando menos
insinuado (innuit), cuando Pablo refiere el amor del varón y la mujer al
ejemplo del amor y de la entrega de la vida de Cristo por su Iglesia en
obediencia al Padre (cf. Ef 5,25.32).
Como el matrimonio cristiano, fundamentado ya en
el orden de la creación como comunión santa, fue incluido, tras la destrucción
generalizada de la comunión de Dios y el hombre como consecuencia del pecado,
en el orden de la redención y de la gracia de Cristo, es superior a los
matrimonios del Antiguo Testamento y de los paganos. De donde se infiere que
"con razón nuestros santos Padres, los concilios y la tradición de la
Iglesia universal enseñaron siempre que [el matrimonio] debía ser contado entre
los sacramentos de la nueva ley" (DH 1800; cf. DH 1801,1601).
Los cánones 3 y 4 ratifican la jurisdicción de
la Iglesia sobre el matrimonio (normas sobre los impedimentos matrimoniales y
las dispensas: DH 1803ss.).
El canon 5 confirma la indisolubilidad del
matrimonio (DH 1805).
En el
canon 6 se declara que un matrimonio válido, pero no consumado, puede ser
disuelto por la solemne profesión religiosa de uno de los cónyuges (DH 1806).
El canon 7 corrobora la práxis latina según la
cual ni siquiera en el caso de adulterio (cf. las "cláusulas de
fomicaciólli" de Mt 5,32; 19,9) se le permite al cónyuge inocente un nuevo
matrimonio mientras viva su consorte. Pero no por ello se condena la práctica
divergente de algunos Padres orientales y de la Iglesia ortodoxa.
El papa Pío XI, en la encíclica Casti connubii,
declaró ser de validez universal la doctrina y la práctica de la Iglesia latina
de no permitir en ningún caso el divorcio y un nuevo matrimonio mientras dure
el vínculo (DH 3710-3714).
El canon 8 sanciona la concesión de que, bajo
determinadas circunstancias, pueda procederse a una separación de lecho y mesa
de los cónyuges, por tiempo determinado (DH 1808).
En el canon 9 se establece que los clérigos y
religiosos vinculados por la ley de la Iglesia o por los votos no pueden
contraer matrimonio válido, ni siquiera en el caso de que sientan no tener el
don de la castidad (donum castitatis, DH 1809).
El canon 10 se Opone a la afirmación reformista
de que el matrimonio es un estado superior al de la virginidad. En concordancia
Con la tradición bíblico-paulina y Patrística, el concilio excluyó de la
comunión con la Iglesia a quien «dijere que el estado conyugal debe anteponerse
al estado de virginidad o de celibato y que no es mejor o más perfecto
permanecer en virginidad o celibato que unirse en matrimonio» (DH 1810).
Los cánones 11 y 12 defienden de la acusación de
superstición ciertas costumbres y ceremonias de la celebración del matrimonio y
confirman la competencia de la jurisdicción eclesiástica en los temas
referentes al matrimonio de los cristianos (DH 1811s).
Planteo sistemático del Matrimonio en
relación con la Alianza y el amor conyugal
Una teología global del matrimonio todavía no
supera la fase de desideratumi en la dogmática contemporánea. Recurriendo a la
antropología de nuestro tiempo, el concilio Vaticano ha promovido una
concepción más personal de este sacramento. Aquí se abandona la doctrina de la
«jerarquía de los fines matrimoniales» en su formulación antigua y se ha
intentado alcanzar una coherencia integral entre el amor personal, la disposición
a la procreación y la responsabilidad por los hijos.
El concilio era plenamente consciente de que en
la sociedad moderna han empeorado los presupuestos que garantizan el éxito de
la vida conyugal y familiar (disolución de los vínculos, concepción de la
sexualidad como medio de satisfacción de los deseos fuera del marco de las
relaciones durables, etc.; cf. GS 47).
Ante el creciente número de divorcios en los
países industriales, se ha hecho patente la necesidad de una pastoral
específicamente dirigida a los divorciados y a las personas divorciadas que
contraen nuevo matrimonio.
Para la perspectiva de la teología dogmática es
importante el punto de partida sistemático: el concilio sitúa el sacramento del
matrimonio en el contexto de la teología de la alianza. En primer lugar, se
confirma la doctrina clásica del matrimonio. Cada matrimonio concreto surge de
un acto libre y personal, en el que los consortes se dan y se aceptan
mutuamente. Entran así en la forma de vida de la comunión matrimonial que, por
disposición divina, existe como una sólida institución. Por tanto, el matrimonio
no está a merced del capricho de los hombres. «Dios es el autor del matrimonio,
al que ha dotado con bienes y fines varios» (GS 48).
El
matrimonio reviste una importancia máxima para la conservación del género
humano y para el progreso personal y la salvación eterna de cada uno de los
miembros de la unidad familiar. El matrimonio y la familia están al servicio de
la humanización del hombre y de la sociedad humana en su conjunto. El amor
conyugal está orienta- do ala procreación y la educación de los hijos. El
matrimonio es calificado, al mismo tiempo, de vínculo del varón y la mujer del
que forman parte la comunión de vida personal y la fidelidad incondicionada.
"Cristo Señor nuestro bendijo
abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad,
y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque, así como
Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de
fidelidad, así el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al
encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio.
Además, permanece con ellos, para que los esposos, con "su mutua entrega,
se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo ha amado a 1a Iglesia y se
entregó por ella.
El amor conyugal auténtico es asumido por el
amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y .la
acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios
y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y .la maternidad.
Por ellos los esposos cristianos, para cumplir dignamente su deber de estado,
están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, en virtud del
cual, cumpliendo su misión conyugal y familiar, imbuidos del Espíritu de
Cristo, con el que toda su vida queda empapada en fe, esperanza y caridad,
llegan cada vez más en su pleno desarrollo personal y a su mutua santificación,
y por tanto, conjuntamente a la glorificación de Dios" ( GS. 48)
27.9.- Propiedades
Las propiedades del matrimonio son dos:
unidad e indisolubilidad.
El amor de los esposos exige, por su misma
naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas que
abarca la vida entera de los esposos: "De manera que ya no son dos sino
una sola carne" (Mt 19,6). "Están llamados a crecer continuamente en
su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la
recíproca donación total". Esta comunión humana es confirmada, purificada
y perfeccionada por la comunión en Jesucristo dada mediante el sacramento del
Matrimonio. Se profundiza por la vida de la fe común y por la Eucaristía
recibida en común.
"La unidad del matrimonio aparece
ampliamente confirmada por la igual dignidad personal que hay que reconocer a
la mujer y al varón en el mutuo y pleno amor". La poligamia es contraria a
esta igual dignidad de uno y otro y al amor conyugal que es único y exclusivo.
SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
Derecho Canónico
(Cann. 1055 – 1165)
1055 § 1. La alianza matrimonial, por la
que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida,
ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación
y educación de la prole, fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de
sacramento entre bautizados.
1056 Las propiedades esenciales del matrimonio son la
unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una
particular firmeza por razón del sacramento.
1057 § 1. El matrimonio lo produce el
consentimiento de las partes legítimamente manifestado entre personas jurídicamente
hábiles, consentimiento que ningún poder humano puede suplir.
§ 2. El consentimiento matrimonial es
el acto de la voluntad, por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan
mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio.
1061 § 1 El matrimonio válido entre
bautizados se llama sólo rato, si no ha sido consumado; rato y consumado, si
los cónyuges han realizado de modo humano el acto conyugal apto de por sí para
engendrar la prole, al que el matrimonio se ordena por su misma naturaleza y
mediante el cual los cónyuges se hacen una sola carne.
§ 2. Una vez celebrado el matrimonio,
si los cónyuges han cohabitado, se presume la consumación, mientras no se
pruebe lo contrario.
§ 3. El matrimonio inválido se llama
putativo, si fue celebrado de buena fe al menos por uno de los contrayentes,
hasta que ambos adquieran certeza de la nulidad.
1063 Los pastores de almas están obligados a procurar que
la propia comunidad eclesiástica preste a los fieles asistencia para que el estado
matrimonial se mantenga en el espíritu cristiano y progrese hacia la
perfección. Ante todo, se ha de prestar esta asistencia:
1
mediante la predicación, la catequesis acomodada a los menores, a los jóvenes y
a los adultos, e incluso con los medios de comunicación social, de modo que los
fieles adquieran formación sobre el significado del matrimonio cristiano y
sobre la tarea de los cónyuges y padres cristianos;
2
por la preparación personal para contraer matrimonio, por la cual los novios se
dispongan para la santidad y las obligaciones de su nuevo estado;
3
por una fructuosa celebración litúrgica del matrimonio, que ponga de manifiesto
que los cónyuges se constituyen en signo del misterio de unidad y amor fecundo
entre Cristo y la Iglesia y que participan de él;
4 por la ayuda prestada a los casados, para que, manteniendo y defendiendo
fielmente la alianza conyugal, lleguen a una vida cada vez más santa y más
plena en el ámbito de la propia familia.
1065 § 1. Los católicos aún no confirmados
deben recibir el sacramento de la confirmación antes de ser admitidos al
matrimonio, si ello es posible sin dificultad grave.
§ 2. Para que reciban
fructuosamente el sacramento del matrimonio, se recomienda encarecidamente que
los contrayentes acudan a los sacramentos de la penitencia y de la santísima
Eucaristía.
1066 Antes de que se celebre el matrimonio debe constar
que nada se opone a su celebración válida y lícita.
1069 Todos los fieles están obligados a manifestar al
párroco o al Ordinario del lugar, antes de la celebración del matrimonio, los
impedimentos de que tengan noticia.
1083 § 1. No puede contraer matrimonio
válido el varón antes de los dieciséis años cumplidos, ni la mujer antes de los
catorce, también cumplidos.
§ 2. Puede la Conferencia Episcopal
establecer una edad superior para la celebración lícita del matrimonio.
1092 La afinidad en línea recta dirime el matrimonio en
cualquier grado.
1094 No pueden contraer válidamente matrimonio entre sí
quienes están unidos por parentesco legal proveniente de la adopción, en línea
recta o en segundo grado de línea colateral.
1095 Son incapaces de contraer matrimonio:
1
quienes carecen de suficiente uso de razón;
2
quienes tienen un grave defecto de discreción de juicio acerca de los derechos
y deberes esenciales del matrimonio que mutuamente se han de dar y aceptar;
3 quienes no pueden asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por
causas de naturaleza psíquica.
1103 Es inválido el matrimonio contraído por violencia o por miedo
grave proveniente de una causa externa, incluso el no inferido con miras al
matrimonio, para librarse del cual alguien se vea obligado a casarse.
1112 § 1. Donde no haya sacerdotes ni
diáconos, el Obispo diocesano, previo voto favorable de la Conferencia
Episcopal y obtenida licencia de la Santa Sede, puede delegar a laicos para que
asistan a los matrimonios.
§ 2. Se debe elegir un laico idóneo,
capaz de instruir a los contrayentes y apto para celebrar debidamente la
liturgia matrimonial.
1122 § 1. El matrimonio ha de anotarse
también en los registros de bautismos en los que está inscrito el bautismo de
los cónyuges.
§ 2. Si un cónyuge no ha contraído
matrimonio en la parroquia en la que fue bautizado, el párroco del lugar en el
que se celebró debe enviar cuanto antes notificación del matrimonio contraído
al párroco del lugar donde se administró el bautismo.
1130 Por causa grave y urgente, el Ordinario del lugar
puede permitir que el matrimonio se celebre en secreto.
1131 El permiso para celebrar el matrimonio en secreto lleva consigo:
1 que se lleven a cabo en secreto las investigaciones que han de hacerse
antes del matrimonio;
2 que el Ordinario del lugar, el asistente, los testigos y los cónyuges
guarden secreto del matrimonio celebrado.
1133 El matrimonio celebrado en secreto se anotará sólo en un registro
especial, que se ha de guardar en el archivo secreto de la curia.
1136 Los padres tienen la obligación gravísima y el
derecho primario de cuidar en la medida de sus fuerzas de la educación de la
prole, tanto física, social y cultural como moral y religiosa.
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