CATEQUESIS POR RADIO. ESCUELA RADIAL DE CATEQUESIS: MATRIMONIO

lunes, 16 de diciembre de 2013

MATRIMONIO



El Matrimonio en el testimonio bíblico

1.      En los relatos paleotestamentarios de la creación, los autores (J/P) desbordan la práctica matrimonial concreta de su tiempo y se remontan hasta la voluntad originaria del Creador y el orden de la creación todavía no perturbado por el pecado. Estas narraciones ponen en duda o relativizan la relación hombre mujer tal como era entendida en el esquema del derecho y de las costumbres patriarcales, la poligamia, el divorcio, la posibilidad de repudiar al cónyuge y el establecimiento de impedimentos matrimoniales especiales.

En el canto a la creación yahvista destaca claramente la referencia personal. mutua, en igualdad de condiciones, del varón y la mujer. Sólo la mujer tomada de Adán y creada a partir de él es su réplica adecuada y sólo ella puede ser su enfrente personal en «ayuda» mutua (Gen 2,18; no se alude aquí a una sirvienta personal, sino ala referencia intersubjetiva de la persona como principio de su plena realización). El hombre, que reconoce en la mujer la común naturaleza humana y la igualdad personal («carne de mi carne»), deja a su familia de origen y se une a su mujer, de modo que ambos son «una carne», es decir, una comunión de vida, de amor y de cuerpo (Gen 2,24).

En el canto a la creación sacerdotal se dice que el ser humano ha sido creado bajo las modalidades de varón y mujer a imagen y semejanza de Dios. La referencia intracreada de ambos en el matrimonio es, por tanto, señal de la referencia de , todos los hombres a Dios. Al varón ya la mujer, en su comunión personal, se les han dado los dones y las tareas de la fecundidad, de la posesión de la tierra y de la responsabilidad por el mundo. Esta comunión cuenta con la protección de la bendición y la palabra de la promesa de Dios (Gen 1,27s.).

De los escritos recientes del Antiguo Testamento se desprende que la bendición de Dios al amor personal entre el varón y la mujer tiene su reflejo en la gratitud del hombre a Dios por el don del matrimonio y en la vida matrimonial que busca glorificar a Dios (cf. Tob 8,4-9).

El matrimonio no se fundamentaba, en su estado originario, en el simple orden natural. Como ya se ha apuntado antes, fue, como realidad creada, alusión simbólica al origen del hombre en Dios y, al mismo tiempo, medio en el que Dios bendice a su creación. Como comunión de vida humana, representaba simbólicamente la comunión de vida humano-divina. El matrimonio expresaba la unidad originaria de naturaleza y gracia, de creación y alianza.
La pérdida de la originaria comunión con Dios acarreó sobre el matrimonio la maldición y la penosa carga de la gracia perdida. Así lo expresa claramente la «sentencia de condena» pronunciada contra el varón y la mujer (Gen 2,25-3,24).

2.      En el Nuevo Testamento se inserta al matrimonio en el proceso histórico-salvífico de la redención del hombre y del restablecimiento de la unidad originaria de alianza y creación, de naturaleza y gracia. A la luz del acontecimiento de Cristo se descubre de nuevo la constitución originaria del matrimonio. Está internamente marcado por la nueva alianza de Dios con su pueblo no tiene nada de casual que ya la alianza paleotestamentaria de Dios con Israel fuera descrita con la imagen del amor del esposo y la esposa (Mal 2,14; Prov. 2,17) o que, respectiva- mente, se execrara la incredulidad del pueblo y su infidelidad a la alianza como adulterio (Ex 20,14; Os 1,2).

La Iglesia como nuevo pueblo de la alianza tiene su origen en la autoentrega amorosa de Jesús en la cruz. Él es el esposo. El amor del varón y la mujer, por el que existe el matrimonio, tiene, por tanto, su origen en aquella autoentrega de Jesús por la Iglesia, lo representa simbólicamente y está ! internamente transido por esta entrega de Cristo (Ef 5,21.33; 2Cor 11,2; Ap 19,7): la Iglesia es !a esposa que se ha preparado para las bodas con el Cordero, Cristo,  autor y mediador de la alianza nueva. 

Y así, el autor de la Carta a los efesios ve fundamentada en la relación mutua de la agape del varón y la mujer y en la obediencia (que no debe confundirse con sometimiento) de la mujer al marido la comunión de vida entre ambos y puede calificar esta unión de misterio profundo (mysterion sacramentum magnum), que él refiere a Cristo y a la Iglesia (Ef 5,32).

El Jesús pre-pascual sitúa el matrimonio en el contexto de su proclamación del reino de Dios. Desborda así la casuística matrimonial y las regulaciones programáticas del divorcio remitiéndolas al orden originario de la creación, en el que se revela la voluntad de Dios. Las regulaciones que permitían al hombre divorciarse o repudiar a su mujer fueron sólo concesiones a causa de la «dureza de corazón», que Moisés y los legisladores de la antigua alianza simplemente toleraron, pero no aprobaron. «Al principio de la creación no fue así». El varón y la mujer son definitivamente uno, no dos: «Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre» (Mc 10,6- 9; Mt 19,1-9).

Se advierte bien que para Jesús el matrimonio no era en modo alguno una institución neutra, algo así como un ámbito secundario de acreditación de la moral cristiana. El matrimonio es la forma originaria del encuentro con Dios y con su voluntad salvífica. Por eso puede convertir la indisolubilidad del matrimonio y la comunión de vida que implica en señal del incipiente reino de Dios, hecho ya realidad eficaz. Aquí tiene su fundamento la ética matrimonial.

El hombre que repudia o despide a su mujer, y la mujer que repudia o despide a su marido, «comete adulterio» y quebranta la «nueva alianza» (Mc 10,11; Lc 16,18; 1Cor 7,10). Esta intención de Jesús no queda eliminada a consecuencia de las secundarias «cláusulas de fornicación» (Mt 5,32; 19,9), según las cuales en caso de adulterio es posible la separación, ni tampoco en virtud del llamado «privilegio Paulino» de 1Cor 7,15s., por el que se permite la separación del cónyuge que abraza el cristianismo cuando la otra parte se mantiene infiel y no está dispuesta a llevar una convivencia pacífica. Hasta qué punto permite aquí Pablo que el creyente contraiga nuevo matrimonio es una pregunta sujeta a debate.

El hombre no puede con su sola capacidad moral y su disposición psicológica personal dar adecuada respuesta a la exigencia de indisolubilidad del matrimonio en cuanto señal de la alianza nueva y eterna y del reino de Dios ya hecho realidad. Sólo escuchando la llamada a la conversión, a la fe y al seguimiento de Cristo (Mc 1,15) y «viviendo del Espíritu» (Gal 5,25) puede llegar en su persona hasta la realidad interna del matrimonio como señal de la comunión de alianza de Cristo y de la Iglesia. La comunión espiritual y corporal del hombre y la mujer debe ser santa y ha de servir para la santificación por medio del Espíritu Santo de Dios (1Tes 4,3-8).

Aunque el matrimonio se sitúa en el contexto del reino de Dios, debe también tenerse presente que la forma existencia} humana forma parte de este eón transitorio y que en el mundo futuro no seguirá existiendo bajo su forma terrestre (Mc 12,25). Por eso, tras la muerte de uno de los cónyuges, el supérstite puede contraer nuevo matrimonio.

La llamada personal al servicio del reino de Dios a punto de llegar y la invitación del Señor (1Cor 7,7) pueden inducir a que, como en el caso del mismo Jesús, algunas personas no consideren que el matrimonio sea su perspectiva existencial, sino que, siguiendo la «llamada de Dios» (1Cor 7,17; Lc 14,20) y contando con el don de la gracia (el carisma) de la vida en celibato, se consagren, bajo todos los aspectos, «a los asuntos del Señor» (1Cor 7,32).

Todo ser humano y todo cristiano tiene, según Pablo, libertad para optar por la forma existencial natural y santificadora del matrimonio, y elegir un consorte (1Cor 7,7.28.38.40; Mt 19,12). Pero una vez ya casados, el apóstol amonesta: «Respecto a los que están casados hay un precepto, no mío, sino del Señor: que la mujer no se separe del marido y que si se separa, que quede sin casarse, y que el marido no des:. pida a su mujer» (1Cor 7,10s.).

Los matrimonios entre cristianos, los «santificados en Cristo» (1Cor 1,2), se celebran y se viven "en el Señor" (1Cor 7,39; cf.1Cor 11,11). Con esto, también Pablo testifica la dimensión teológica, de base cristológica, de la gracia del matrimonio.

Frente al menosprecio de los herejes gnósticos, que querían prohibir las uniones matrimoniales (1Tim 4,3), se destaca que el matrimonio participa de la bondad de todo lo creado. Un matrimonio vivido en mutua fidelidad responde a la voluntad divina y «todos deben tenerlo en alto aprecio» (Heb 13,4).

Aunque en las llamadas «tablas domésticas» se detecta una cierta relación de subordinación de las mujeres casadas respecto a sus maridos (Col 3,18; Ef 5,22-33; 1Pe 3,1-7), no puede deducirse de aquí que la intención de estas declaraciones sea sancionar desde el punto de vista religioso una situación sociológica. Aquí se trata de una subordinación mutua en «el común temor de Cristo» (Ef 5,21), que es, en su amor y en su obediencia, el modelo de la comunión de vida de Dios con su pueblo. Mediante el servicio desinteresado es posible ganar para la palabra del evangelio a maridos incrédulos, «para que, si algunos se muestran rebeldes a la palabra, sin palabra alguna sean conquistados por la conducta de las mujeres, observando vuestra honesta y respetuosa conducta» (1Pe 3,1s.; cf. 1Cor 7,14: «... el marido pagano queda ya santificado por su mujer...»).

Evolución histórica del sacramento y su doctrina
La Patrística

Frente a los gnósticos, que calificaban de obra del demonio los matrimonios y la procreación, el hereje Marción, el movimiento rigorista ascético de los encratitas (Hipólito) y el maniqueísmo dualista, que declaraba que la materia y, por consiguiente, también la sexualidad es el principio del mal (Agustín), los Padres de la Iglesia defendieron con voz unánime la bondad natural del matrimonio y su significación para la salvación y la vida en la gracia. El I concilio de Braga (Portugal), de año 561, excluye de la comunión de la Iglesia a quienes «condenan las uniones matrimoniales humanas y se horrorizan de la procreación de los que nacen, conforme hablaron Maniqueo y Prisciliano» (DH 461).

En contra de los albigenses, los clítaros y otras sectas de la Alta Edad Media, el IV concilio de Letrán de 1215 declaraba que «no sólo los vírgenes y continentes, sino también los casados merecen llegar a la bienaventuranza eterna, agradando a Dios por medio de su recta fe y buenas obras» (DH 802). En igual sentido, el papa Juan XXII, en la constitución Gloriosam Ecclesiam, de 1318, amonestaba frente a los «fraticelli», ala radical del movimiento franciscano, a los que describe como «hombres presuntuosos que charlatanean contra el venerable sacramento del matrimonio» (DH 916).

No obstante, algunos Padres entendían que el matrimonio es más bien una concesión a la fragilidad humana de quienes no pueden vivir en continencia (Tertuliano, Orígenes, Jerónimo), y que se debe tolerar a causa de la necesidad de la procreación.

Bajo la influencia del espiritualismo platonizante, hubo quienes llegaron a la idea de que la diferencia sexual de los seres humanos y, con ello, el matrimonio, era consecuencia del pecado, ya previsto por Dios y que, por consiguiente, Dios los creó varón y mujer y los dispuso para el matrimonio sólo teniendo a la vista la caída en el pecado original. De donde concluían que, sin el pecado, habría sido posible una multiplicación asexual de los hombres en el curso de las generaciones (Gregorio de Nisa, Jerónimo). Pero por razones extraídas de la teología de la creación, debe tenerse esta opinión por absolutamente insostenible (cf. Tomás de Aquino, S.th. I q.98 a.2). La diferencia de sexos es una señal de la bondad de la creación.
También suscitó debates la pregunta de si es posible contraer nuevo matrimonio cuando muere uno de los cónyuges (Tertuliano: un segundo matrimonio sería adulterio; Atenágoras: este segundo matrimonio sería un adulterio asumible). Pero, en conjunto, la tendencia general se movía en la línea de la licitud de segundas y terceras nupcias (Hermas; Clemente de Alejandría; Jerónimo; Agustín; Basilio). En el II concilio de Lyon de 1274 el emperador bizantino Miguel Paleólogo reconocía, con toda al Iglesia occidental, que cuando muere un consorte, los cristianos tienen libertad para contraer un segundo, tercero y sucesivos matrimonios (DH 860; cf. 795).

Los Padres de la Iglesia consideraban que el matrimonio cristiano es una comuni6n de vida instituida por Dios y santificada por Cristo. El matrimonio es sacramento, de acuerdo con la sentencia de Pablo de que los matrimonios se celebran «en el Señor» (1Cor 7,39). En concordancia con Ef 5,21s., Ignacio de Antioquía dice: «Respecto a los que se casan, esposos y esposas, conviene que celebren su enlace con conocimiento del obispo, a fin de que el casamiento sea conforme al Señor y no por solo deseo. Que todo se haga para honra de Dios» (cf. Tertuliano).

También la presencia de Jesús en las bodas de Caná (Jn 2,1-12) fue interpretada como una santificación y consagración del matrimonio por Cristo. Sería, pues, Dios mismo quien une a los consortes y quien otorga al matrimonio fuerza santificante y gracia divina (Agustín, Juan Damasceno). Orígenes afirma: «Es Dios mismo quien ha fundido a los dos en uno, de modo que desde el momento en que el varón ha desposado a la mujer ya no son dos. Pero como el autor I de la unión es Dios, por eso en quienes fueron unidos por Dios habita la gracia j (el carisma). Sabiendo bien esto, declara Pablo que el matrimonio que responde a la palabra es una gracia, del mismo modo que es también gracia el celibato en castidad».

Agustín abrió una senda nueva hacia la posterior concepción del matrimonio. Según él, la referencia del matrimonio al sacramento no se deduce sencillamente en virtud de la fonética externa de la palabra (mysterion, sacramentum: . Ef 5,32), sino de su proximidad objetiva a los signos salvíficos indudablemente más importantes de la nueva alianza, y en primer término al bautismo y el orden. Al igual que estos dos sacramentos, también el matrimonio produce algo permanente (quiddam coniugale, en concordancia con la posterior doctrina del vínculo conyugal permanente y con el cuasi carácter de este vínculo).

Según Agustín, no se trata únicamente de un vínculo conyugal natural, sino del «santo sacramento del matrimonio», un sacramento que se identifica con el vínculo matrimonial indisoluble. Aunque todavía no se menciona una gracia sacramental específica, se describe ya la dignidad del matrimonio («Santificación de la vida matrimonial; cumplimiento del deber de educar a los hijos»).

A la objeción de los pelagianos de que con su doctrina sobre el pecado original y la concupiscencia destruía el bien del matrimonio, replicaba Agustín que aunque las relaciones sexuales matrimoniales son buenas como don del Creador, fueron pervertidas y están necesitadas de redención a consecuencia del pecado original y del placer egoísta (concupiscencia) que, sin la gracia, el hombre no puede dominar. Ya en el sentido de la posterior doctrina de los tres bienes del matrimonio, formulaba: «El bien del matrimonio se apoya ...en todos los pueblos y en todos los hombres, en el objetivo de la procreación y de la preservación de la castidad y, en lo que se refiere al pueblo de Dios, en la santidad del sacramento. En consecuencia, se produce una violación de la ley divina y natural cuando una mujer divorciada se casa con otro hombre mientras vive su marido anterior... Todo esto, descendencia, fidelidad y misterio, son bienes por los cuales también el matrimonio es un bien».

La Escolástica

En el curso del proceso de formación del concepto de sacramento de la primera Escolástica, el matrimonio fue incluido, sin problemas, entre los siete sacramentos, en el sentido propio y verdadero del término. El II concilio de Letrán de 1139 mencionaba el matrimonio en el mismo párrafo que el bautismo, la eucaristía y el orden y negaba la comunión con la Iglesia a cuantos lo rechazaban (DH 718). El sínodo de Verona de 1184 excomulgó a los cátaros, albigenses y otras sectas que, acerca de la eucaristía, el bautismo y la confesión, y también «acerca del matrimonio y los demás sacramentos de la Iglesia», enseñaban doctrinas distintas de las de la Iglesia romana (DH 761).

La confesión de fe prescrita en 1208 a los valdenses enumeraba el matrimonio entre los siete sacramentos (DH 794) que se celebran en la Iglesia con la cooperación y por el poder del Espíritu Santo (DH 793). El II concilio de Lyon de 1274 (DH 860s), el Decreto para los armenios del concilio de Florencia de 1439 (DH 1327) y el Tridentino en su Decreto general sobre los sacramentos de 1547 (DH 1601) y el Decreto sobre el sacramento del matrimonio (DH 1800, 1801), así como otras declaraciones más recientes, por ejemplo, contra el modernisno (DH 3142,3451) confirman y consolidan la sacramentalidad del matrimonio como doctrina de fe de la Iglesia. En la Alta Edad Media se registraron nuevas declaraciones relativas a los elementos constitutivos del signo sacramental.

También las Iglesias separadas de Oriente han admitido como doctrina de fe la sacramentalidad del matrimonio.
Distanciándose de algunos escolásticos de la primera época, que entendían el matrimonio como remedio contra la concupiscencia y se mostraban reservados frente a la idea de una transmisión positiva de la gracia (P. Lombardo), Tomás de Aquino destacó claramente que la transmisión o el aumento de la gracia santificante forma parte positiva de la ratio sacramenti (cf. también DH 1600): «Dado que los sacramentos causan lo que significan, forma parte de la doctrina de la fe que a quienes contraen matrimonio se les confiere, por medio de este sacramento, gracia por la que pertenecen a la unión de Cristo con su Iglesia...».

La señal sensible del sí matrimonial indica y causa el don espiritual y la gracia interna de la unión con Cristo y la Iglesia, representada en el matrimonio y de la que éste participa.
De la sacramentalidad se derivan las siguientes propiedades esenciales: unidad, indisolubilidad y los bienes del matrimonio.

El signo sacramental consiste -según la opinión prevalente en la Iglesia latina- en el consenso matrimonial entre los bautizados, no en la bendición sacerdotal.
La indisolubilidad del matrimonio sólo se produce cuando al consenso se le añade la consumación (ratum et consumatum). El matrimonio sólo consentido, pero no consumado, puede ser, bajo determinadas circunstancias, disuelto por privilegio pontificio, por ejemplo, si uno de los cónyuges decide ingresar en una orden religiosa. En tal caso, el otro cónyuge queda libre para contraer nuevo matrimonio (DH 754-756; Inocencio III: DH 786).

Algunos teólogos (Melchor Cano entre otros) entendían que el contrato matrimonial es la materia y la bendición sacerdotal la forma de la señal sacramental del matrimonio (y así lo siguen considerando también las Iglesias ortodoxas orientales).

Como difícilmente puede trasladarse al matrimonio el esquema del «ministro y del receptor humano», pues ambos se identificarían, puede decirse, con razón, que el auténtico administrador de la gracia matrimonial es Cristo, mientras que los contrayentes constituyen el signo sacramental en la comunión de la Iglesia. El presbítero (o diácono) asistente es algo más que simple testigo autorizado o supervisor del deber de cumplir las formas prescritas. Hace simbólicamente visible la dimensión eclesial del matrimonio en cuanto que participa en su conclusión como representante de Cristo y de la Iglesia y concede a los participantes, como ministro de esta misma Iglesia, la bendición de Dios (cf. Tomás de Aquino).



La crítica de los reformadores a la concepción del matrimonio como sacramento

En su escrito de 1520 De la cautividad babilónica de la Iglesia, Martín Lutero negaba la sacramentalidad del matrimonio, aunque se le podría enumerar, por supuesto, en un sentido general, entre las señales y alegorías que aparecen a menudo en la Sagrada Escritura y que, en palabras del apóstol Pablo, son una figuración de la relación de Cristo con su Iglesia.

El término sacramentum que aparece en Ef 5,31 no pasa de ser una simple equivalencia verbal respecto del posterior concepto de sacramento. El matrimonio no puede ser situado objetivamente al mismo nivel que el medio de gracia del bautismo, la cena o la absolución. Carece de la palabra bíblica institucionalizadora de Cristo que le convertiría en una palabra de la promesa y de la certeza de la justificación. Si se tiene en cuenta que también en el Antiguo Testamento y entre los pueblos paganos existe el matrimonio válido, debe concluirse que se inscribe en el orden profano natural, no en el de los sacramentos. Ciertamente, es una institución divina, pero de este orden natura: «Al matrimonio se le considera sacramento... sin ningún apoyo en la Escritura... Hemos dicho que en todo sacramento está contenida la palabra de la promesa divina (promissio) a la que debe creer todo el que recibe la señal... Pues en  ninguna parte se encuentra que reciba la gracia de Dios el que toma mujer.

 Tampoco ha puesto Dios la señal en el matrimonio. Pues en ninguna parte se lee que haya sido instituido por Dios para que signifique algo. y aunque todo lo que se lleva cabo de forma visible pude ser entendido como figura o alegoría de las cosas invisibles, no por ello las figuras y los símbolos son sacramentos en el sentido en que aquí estamos hablando».

Puesto que el matrimonio no es sacramento, la Iglesia no tiene ninguna jurisdicción en esta materia, que está sujeta exclusivamente al ordenamiento civil. Desaparece asimismo su estricta indisolubilidad, dado que ésta no tiene otro fundamento que su carácter sacramental. Aunque Jesús prohibe el divorcio, debería darse la posibilidad de un nuevo matrimonio cuando la convivencia está totalmente rota, o en el caso de cónyuges abandonados por su consorte.

Ahora bien, aunque el matrimonio es un «asunto civil» (Lutero), es decir, no sujeto a la jurisdicción eclesiástica, no por eso se le puede reducir a simple cuestión profana. Es, en efecto, y en palabras del propio Lutero, un «estado divino», que, precisamente porque tiene un precepto de Dios, es infinitamente superior al estado de vida religioso. El matrimonio ha sido instituido por Dios mismo, que le ha prometido su bendición. Se trata, de todas formas, de una bendición más orientada a la "vida corporal" que a la certeza salvífica de la justificación o del perdón de los pecados.

Quien entra en el matrimonio como «obra y mandamiento divino», debe solicitar del párroco «oración y bendición» y mostrar así «hasta qué punto necesita la bendición divina y la oración común para el estado que ahora inicia, tal como se da en la vida cotidiana, con las tribulaciones que el demonio endereza en el estado del matrimonio, con adulterios, infidelidades, desuniones y todo tipo de aflicciones».

Con parecidos razonamientos rechazó también Calvino la sacramentalidad del matrimonio, aunque le consideraba como de institución divina. Por lo demás, no es sino una de las formas básicas de la vida humana que se remontan a Dios, pero que no tienen ninguna vinculación inmediata con la gracia de la justificación o con , el ordenamiento salvífico.

La doctrina del concilio de Trento

Frente a la crítica reformista, el concilio de Trento, en su sesión 24 de 1563, en el Decreto sobre el sacramento del matrimonio, confirmó la doctrina hasta entonces vigente y la práxis jurisdiccional de la Iglesia (DH 1797-1812).
En el canon 1 se afirma; «Si alguno dijere que el matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la ley del evangelio, e instituido por Cristo Señor, sino inventado por los hombres en la Iglesia, y que no confiere la gracia, sea anatema» (DH 1801).

El matrimonio se fundamenta, como sacramento, en las palabras que el Espíritu Santo puso en labios de Adán: «Serán dos en una sola carne» (DH 1797). De donde se sigue el «vínculo permanente e indisoluble del matrimonio», así como la exclusión de la poligamia y la designación de la monogamia como característica esencial del matrimonio tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia (DH 1798 y canon 2: DH 1802). Ha sido el mismo Cristo quien ha renovado el matrimonio sobre el fundamento del orden natural y quien lo ha confirmado en el sentido del nuevo orden salvífico (DH 1798).

"Ahora bien, la gracia que perfeccionara aquel amor natural y confirmara la unidad indisoluble y santificara a los cónyuges, nos la mereció por la pasión el mismo Cristo, institucionalizador y realizador de los venerables sacramentos" (DH 1799). Así está cuando menos insinuado (innuit), cuando Pablo refiere el amor del varón y la mujer al ejemplo del amor y de la entrega de la vida de Cristo por su Iglesia en obediencia al Padre (cf. Ef 5,25.32).

Como el matrimonio cristiano, fundamentado ya en el orden de la creación como comunión santa, fue incluido, tras la destrucción generalizada de la comunión de Dios y el hombre como consecuencia del pecado, en el orden de la redención y de la gracia de Cristo, es superior a los matrimonios del Antiguo Testamento y de los paganos. De donde se infiere que "con razón nuestros santos Padres, los concilios y la tradición de la Iglesia universal enseñaron siempre que [el matrimonio] debía ser contado entre los sacramentos de la nueva ley" (DH 1800; cf. DH 1801,1601).

Los cánones 3 y 4 ratifican la jurisdicción de la Iglesia sobre el matrimonio (normas sobre los impedimentos matrimoniales y las dispensas: DH 1803ss.).

El canon 5 confirma la indisolubilidad del matrimonio (DH 1805).
 En el canon 6 se declara que un matrimonio válido, pero no consumado, puede ser disuelto por la solemne profesión religiosa de uno de los cónyuges (DH 1806).

El canon 7 corrobora la práxis latina según la cual ni siquiera en el caso de adulterio (cf. las "cláusulas de fomicaciólli" de Mt 5,32; 19,9) se le permite al cónyuge inocente un nuevo matrimonio mientras viva su consorte. Pero no por ello se condena la práctica divergente de algunos Padres orientales y de la Iglesia ortodoxa.

El papa Pío XI, en la encíclica Casti connubii, declaró ser de validez universal la doctrina y la práctica de la Iglesia latina de no permitir en ningún caso el divorcio y un nuevo matrimonio mientras dure el vínculo (DH 3710-3714).

El canon 8 sanciona la concesión de que, bajo determinadas circunstancias, pueda procederse a una separación de lecho y mesa de los cónyuges, por tiempo determinado (DH 1808). 

En el canon 9 se establece que los clérigos y religiosos vinculados por la ley de la Iglesia o por los votos no pueden contraer matrimonio válido, ni siquiera en el caso de que sientan no tener el don de la castidad (donum castitatis, DH 1809).

El canon 10 se Opone a la afirmación reformista de que el matrimonio es un estado superior al de la virginidad. En concordancia Con la tradición bíblico-paulina y Patrística, el concilio excluyó de la comunión con la Iglesia a quien «dijere que el estado conyugal debe anteponerse al estado de virginidad o de celibato y que no es mejor o más perfecto permanecer en virginidad o celibato que unirse en matrimonio» (DH 1810).
Los cánones 11 y 12 defienden de la acusación de superstición ciertas costumbres y ceremonias de la celebración del matrimonio y confirman la competencia de la jurisdicción eclesiástica en los temas referentes al matrimonio de los cristianos (DH 1811s).

Planteo sistemático del Matrimonio en relación con la Alianza y el amor conyugal

Una teología global del matrimonio todavía no supera la fase de desideratumi en la dogmática contemporánea. Recurriendo a la antropología de nuestro tiempo, el concilio Vaticano ha promovido una concepción más personal de este sacramento. Aquí se abandona la doctrina de la «jerarquía de los fines matrimoniales» en su formulación antigua y se ha intentado alcanzar una coherencia integral entre el amor personal, la disposición a la procreación y la responsabilidad por los hijos.

El concilio era plenamente consciente de que en la sociedad moderna han empeorado los presupuestos que garantizan el éxito de la vida conyugal y familiar (disolución de los vínculos, concepción de la sexualidad como medio de satisfacción de los deseos fuera del marco de las relaciones durables, etc.; cf. GS 47).

Ante el creciente número de divorcios en los países industriales, se ha hecho patente la necesidad de una pastoral específicamente dirigida a los divorciados y a las personas divorciadas que contraen nuevo matrimonio.

Para la perspectiva de la teología dogmática es importante el punto de partida sistemático: el concilio sitúa el sacramento del matrimonio en el contexto de la teología de la alianza. En primer lugar, se confirma la doctrina clásica del matrimonio. Cada matrimonio concreto surge de un acto libre y personal, en el que los consortes se dan y se aceptan mutuamente. Entran así en la forma de vida de la comunión matrimonial que, por disposición divina, existe como una sólida institución. Por tanto, el matrimonio no está a merced del capricho de los hombres. «Dios es el autor del matrimonio, al que ha dotado con bienes y fines varios» (GS 48).

 El matrimonio reviste una importancia máxima para la conservación del género humano y para el progreso personal y la salvación eterna de cada uno de los miembros de la unidad familiar. El matrimonio y la familia están al servicio de la humanización del hombre y de la sociedad humana en su conjunto. El amor conyugal está orienta- do ala procreación y la educación de los hijos. El matrimonio es calificado, al mismo tiempo, de vínculo del varón y la mujer del que forman parte la comunión de vida personal y la fidelidad incondicionada.

"Cristo Señor nuestro bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad, y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque, así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos, para que los esposos, con "su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo ha amado a 1a Iglesia y se entregó por ella.

El amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y .la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y .la maternidad. Por ellos los esposos cristianos, para cumplir dignamente su deber de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, en virtud del cual, cumpliendo su misión conyugal y familiar, imbuidos del Espíritu de Cristo, con el que toda su vida queda empapada en fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más en su pleno desarrollo personal y a su mutua santificación, y por tanto, conjuntamente a la glorificación de Dios" ( GS. 48)
27.9.- Propiedades

Las propiedades del matrimonio son dos: unidad e indisolubilidad.

El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos: "De manera que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6). "Están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total". Esta comunión humana es confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión en Jesucristo dada mediante el sacramento del Matrimonio. Se profundiza por la vida de la fe común y por la Eucaristía recibida en común.

"La unidad del matrimonio aparece ampliamente confirmada por la igual dignidad personal que hay que reconocer a la mujer y al varón en el mutuo y pleno amor". La poligamia es contraria a esta igual dignidad de uno y otro y al amor conyugal que es único y exclusivo.



SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
Derecho Canónico (Cann. 1055 – 1165)
1055  § 1.    La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados.
1056  Las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento.
1057  § 1.    El matrimonio lo produce el consentimiento de las partes legítimamente manifestado entre personas jurídicamente hábiles, consentimiento que ningún poder humano puede suplir.
 § 2.    El consentimiento matrimonial es el acto de la voluntad, por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio.
1061  § 1     El matrimonio válido entre bautizados se llama sólo rato, si no ha sido consumado; rato y consumado, si los cónyuges han realizado de modo humano el acto conyugal apto de por sí para engendrar la prole, al que el matrimonio se ordena por su misma naturaleza y mediante el cual los cónyuges se hacen una sola carne.
 § 2.    Una vez celebrado el matrimonio, si los cónyuges han cohabitado, se presume la consumación, mientras no se pruebe lo contrario.
 § 3.    El matrimonio inválido se llama putativo, si fue celebrado de buena fe al menos por uno de los contrayentes, hasta que ambos adquieran certeza de la nulidad.
1063  Los pastores de almas están obligados a procurar que la propia comunidad eclesiástica preste a los fieles asistencia para que el estado matrimonial se mantenga en el espíritu cristiano y progrese hacia la perfección. Ante todo, se ha de prestar esta asistencia:
1 mediante la predicación, la catequesis acomodada a los menores, a los jóvenes y a los adultos, e incluso con los medios de comunicación social, de modo que los fieles adquieran formación sobre el significado del matrimonio cristiano y sobre la tarea de los cónyuges y padres cristianos;
2 por la preparación personal para contraer matrimonio, por la cual los novios se dispongan para la santidad y las obligaciones de su nuevo estado;
3 por una fructuosa celebración litúrgica del matrimonio, que ponga de manifiesto que los cónyuges se constituyen en signo del misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia y que participan de él;
4 por la ayuda prestada a los casados, para que, manteniendo y defendiendo fielmente la alianza conyugal, lleguen a una vida cada vez más santa y más plena en el ámbito de la propia familia.
1065  § 1.    Los católicos aún no confirmados deben recibir el sacramento de la confirmación antes de ser admitidos al matrimonio, si ello es posible sin dificultad grave.
 § 2.    Para que reciban fructuosamente el sacramento del matrimonio, se recomienda encarecidamente que los contrayentes acudan a los sacramentos de la penitencia y de la santísima Eucaristía.
1066  Antes de que se celebre el matrimonio debe constar que nada se opone a su celebración válida y lícita.
1069  Todos los fieles están obligados a manifestar al párroco o al Ordinario del lugar, antes de la celebración del matrimonio, los impedimentos de que tengan noticia.
1083  § 1.    No puede contraer matrimonio válido el varón antes de los dieciséis años cumplidos, ni la mujer antes de los catorce, también cumplidos.
 § 2.    Puede la Conferencia Episcopal establecer una edad superior para la celebración lícita del matrimonio.
1092  La afinidad en línea recta dirime el matrimonio en cualquier grado.
1094  No pueden contraer válidamente matrimonio entre sí quienes están unidos por parentesco legal proveniente de la adopción, en línea recta o en segundo grado de línea colateral.
1095  Son incapaces de contraer matrimonio:
1 quienes carecen de suficiente uso de razón;
2 quienes tienen un grave defecto de discreción de juicio acerca de los derechos y deberes esenciales del matrimonio que mutuamente se han de dar y aceptar;
3 quienes no pueden asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por causas de naturaleza psíquica.
1103  Es inválido el matrimonio contraído por violencia o por miedo grave proveniente de una causa externa, incluso el no inferido con miras al matrimonio, para librarse del cual alguien se vea obligado a casarse.
1112  § 1.    Donde no haya sacerdotes ni diáconos, el Obispo diocesano, previo voto favorable de la Conferencia Episcopal y obtenida licencia de la Santa Sede, puede delegar a laicos para que asistan a los matrimonios.
 § 2.    Se debe elegir un laico idóneo, capaz de instruir a los contrayentes y apto para celebrar debidamente la liturgia matrimonial.
1122  § 1.    El matrimonio ha de anotarse también en los registros de bautismos en los que está inscrito el bautismo de los cónyuges.
 § 2.    Si un cónyuge no ha contraído matrimonio en la parroquia en la que fue bautizado, el párroco del lugar en el que se celebró debe enviar cuanto antes notificación del matrimonio contraído al párroco del lugar donde se administró el bautismo.
1130  Por causa grave y urgente, el Ordinario del lugar puede permitir que el matrimonio se celebre en secreto.
1131 El permiso para celebrar el matrimonio en secreto lleva consigo:
1 que se lleven a cabo en secreto las investigaciones que han de hacerse antes del matrimonio;
2 que el Ordinario del lugar, el asistente, los testigos y los cónyuges guarden secreto del matrimonio celebrado.
1133  El matrimonio celebrado en secreto se anotará sólo en un registro especial, que se ha de guardar en el archivo secreto de la curia.
1136  Los padres tienen la obligación gravísima y el derecho primario de cuidar en la medida de sus fuerzas de la educación de la prole, tanto física, social y cultural como moral y religiosa.

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