Teología bíblica del Bautismo
a)
Concepto y prehistoria del bautismo cristiano: El concepto de «bautismo», tomado
del proceso sensiblemente perceptible de la inmersión en el agua (o del
derramamiento, o de la aspersión con agua) designa específicamente el acto
litúrgico de la Iglesia por el que una persona es aceptada, en virtud de su fe,
en la comunidad de los fieles cristianos, que es señal y medio de la
comunicación de vida de Dios con los hombres.
b)
La señal externa consiste en el
«baño de agua» y en la «palabra» (Ef 5,25; Tit 33,5): se bautiza «en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19; Jn 3,5).
El efecto del bautismo, a saber, la incorporación
santificadora y justificadora al pueblo de Dios de la nueva alianza, es
irreversible (indisolubilidad del carácter sacramental). En el bautismo se
perdonan todos los pecados, tanto mortales como veniales, y todas las penas
inherentes. El renacido del agua del bautismo queda libre del pecado de Adán y
equipado con el poder de vencer al mal. Se renueva y se eleva a un nivel
superior la perdida amistad con Dios: el bautizado es aceptado en la relación
filial de Cristo al Padre en el Espíritu Santo (Gal 4,4-6; Rom 8,15.29). Así, se
asemeja a Cristo (Flp 3,10s.) Entra en la comunión de destino con Jesús y
comparte su cruz y su resurrección (Rom 6).
El bautismo es el inicio de la
comuni6n (koinonía) y de la participaci6n en la vida trinitaria eterna de Dios.
Al bautizado se le otorgan los dones gratuitos de la fe, la esperanza y la
caridad (virtudes sobrenaturales infusas). El cristiano bautizado participa en
la misi6n salvífica de la Iglesia y es miembro de su "comunidad
sacerdotal" (cf. LG 11).
La incorporaci6n al pueblo de Dios
de la Antigua mediante la señal de la circuncisi6n
El rito iniciático de la
circuncisión, ya conocido entre algunos pueblos de Oriente en tiempos
premosaicos (cf. Gen 17,10), fue asumido por Israel como una acción simbólica a
la que todos los varones israelitas debían someterse (Lev 12,3). Esta señal se convirtió en la
característica distintiva determinante para diferenciarse de las naciones
paganas (Jue 14,3; 1Sam 14,6; 1Mac 1,60; 2,46; 2Mac 6,10). Sólo los circuncisos
pertenecen al pueblo de la alianza de Dios y sólo ellos pueden participar en su
culto (Ex 12,48).
A diferencia de los ritos de
iniciación paganos, la circuncisión no inserta en un ciclo cósmico (supratemporal
y ahistórico) de «muerte y renacimiento», ni tampoco es el ingreso en el
círculo vital de los adultos. Se trata de una acción simbólica situada en el
contexto de la experiencia de la eficacia de Dios en la historia; Dios ha hecho
a Israel su pueblo de la alianza, le ha elegido como portador de su voluntad
salvífica.
Mediante la incorporación al pueblo
de la alianza, el circunciso participa de las acciones salvíficas de Dios, de
la elección, de la liberación de la esclavitud de Egipto, del auxilio ante los
abismos del mar, del pacto de la alianza, de la Torá, de la tierra prometida.
Participa, en fin, de la promesa del tiempo de salvación mesiánico: de la
efusión del Espíritu de Dios en la implantación definitiva de la alianza nueva
y eterna (Ez 36,26; Joel 3,1-5; Jer 31,31-33; cf. Jn 3,22s.; Gal 5,22s.; Hch.
2,17).
Así, pues, la circuncisión no es un
simple acto externo. Mediante la «circuncisión del corazón» (Dt 10,16; 30,6;
Rom 2,25), el hombre queda sometido a una existencia que le afecta personalmente.
De la participación en la alianza, y en correspondencia con la fidelidad de
Dios a ella y de su amor a su pueblo, se sigue la obligación de la entrega del
corazón en amor, obediencia, cumplimiento de la ley y una santificación
orientada según la santidad de Dios (1Tes 1,3; 5,23). y se sigue también, en
fin, el deber de amar a Dios y al prójimo (Mc 12,28-31; Gal 5,13-26).
La infidelidad a la alianza, la
resistencia contra Dios, la caída en la idolatría, la injusticia frente al
prójimo, provoca -a partir de la base de que la alianza es irrevocable, tal
como se simboliza en
la señal, irrepetible, de la circuncisión- la llamada profética a la
conversión, la súplica del perdón de los pecados y de la renovación del
corazón.
En el tiempo final mesiánico, Dios
mismo congregará a su pueblo de entre todas las naciones y le salvará. Aflora
aquí el motivo del agua: «Os rociaré con agua limpia y quedaréis limpios... Os
daré un corazón nuevo pondré mi espíritu en vuestro interior y haré que
procedáis según mis leyes» (Ez 36,25-27).
La palabra simbólica del agua
incluye en sí las grandes ideas del perdón de los pecados, de la revivificación
refrescante y de la nueva creación del hombre y el restablecimiento definitivo
del pueblo de la
alianza. Cada creyente concreto participa, como miembro, del
cuerpo de este pueblo de Dios, de la relación de Israel, como hijo, con Dios
Padre, o de la relación esponsalicia de la hija de Sión, de la virgen Israel , con
Yahvéh, su esposo. (El Nuevo Testamento reasume estos motivos; Cristo es cabeza
y esposo de su Iglesia, que es su cuerpo y su esposa).
Los ritos de purificación y las
abluciones, que renuevan la pureza cúltica (Lev 1-15; Núm. 19) tuvieron su
prolongación en los baños cúlticos de purificación de algunos grupos y sectas
judíos (fariseos, esenios, Qumran) y se convirtieron hasta cierto punto en
ritos de iniciación a la comunidad de los puros, separándose así de los
restantes grupos. Se confiaba aquí en que una radical observancia de la ley y
el cumplimiento estricto de los baños de purificación rituales con agua viva
(es decir, corriente) liberarían del castigo que habría de irrumpir sobre los
pecados y de la aniquilación a que estaban destinados los pecadores.
En el bautismo de los prosélitos,
difundido en la época posterior a Jesús, los paganos que abrazaban el judaísmo,
además de la circuncisión y del sacrificio de expiación, debían practicar, a
causa de su impureza, el rito de purificación de un autobautismo.
El bautismo de penitencia de Juan
Bautista
En su condición de profeta del
juicio final ya a las puertas y del tiempo mesiánico a punto de llegar, Juan
Bautista predicaba la conversión de los corazones y el bautismo para el perdón
de los pecados (Mc 1,4) que libra del inminente bautismo de fuego, esto es, del
juicio escatológico de la ira de Dios sobre los pecadores (Mt 3,13; Lc 3,7-16;
cf. Is 4,4; 29,6; 30,27; Esd 13,27).
a)
El origen del Bautismo cristiano:
Jesús y la primitiva Iglesia
Jesús no continuó la práctica del
bautismo de Juan (cf., con todo, Jn 3,22; 4,2). El centro de su actividad no
estaba dedicado a la preservación frente al juicio, sino a la proclamación del
reino de Dios. En cierto modo, «bautizaba» mediante su llamada a la fe, a la
conversión, al seguimiento, con la que acercaba eficazmente el reino de Dios.
En los inicios de su vida pública
mesiánica recibió el bautismo de manos de Juan Bautista en el Jordán (Mc 1,9).
El espíritu de Dios le reveló como el Hijo amado del Padre y el mediador de la
salvación que, en virtud de una función vicaria (y como Cordero de Dios),
«quita el pecado del mundo» (Jn 1,29; Jn 3,5; Is 53,7). En la muerte violenta
de Jesús se cumple la misión mesiánica revelada en el bautismo del Jordán. En
su pasión y muerte es bautizado con un bautismo y debe apurar una copa (Mc
10,38) a través de los cuales lleva acabo la redención de todos los hombres (Mc
10,45). En virtud del bautismo de su muerte quiere consumar Jesús el reino de
Dios.
Por consiguiente, sólo es posible
acceder a este reino mediante una comunión de destino con Jesucristo, el Kyrios
crucificado y resucitado.
A la luz de la experiencia pascual y
del envío del Espíritu pudo la Iglesia primitiva trazar un cuadro
teológicamente coherente sobre la significación de Jesús. Ha sido él, el Cristo
ungido por el Espíritu y el Señor (Hch. 10,38), quien ha fundamentado el reino
de Dios escatológico y ofrecido el evangelio de la gracia. Jesús
«bautizaba» (no ritual, sino realmente) en el Espíritu Santo (Mc
1,8; Lc 3,16; Hch. 1,5; 11,16). Culminó sus actividades en el bautismo de su
muerte; se ofreció como víctima sin mancha al Padre por el poder del Espíritu
(Heb 9,14), y por este mismo poder fue resucitado de entre los muertos (Rom
1,4; 8,11; Hch. 13,33; 1Tim 3,16). Es el Kyrios resucitado, que comunica el
Espíritu y lo derrama con abundancia, en este tiempo final, sobre todos los
hombres (Joel 3,1-5; Zac 12,10; Ez 39,29).
La efusión del Espíritu lleva a su
plenitud al pueblo escatológico de Dios, que .tiene su origen en la actuación,
sustentada por el Espíritu, del Jesús terreno. El Espíritu capacita a los
discípulos para conocer la resurrección de Jesús (1Cor 12,3) y testificarla. En
esta condición de testigos, se saben enviados a agrupar al pueblo de Dios
escatológico ya ejercer el servicio salvífico de Cristo en medio de la Iglesia
(Hch. 1,8).
En su sermón de Pentecostés confirma
Pedro que Dios ha actuado poderosamente en Jesús crucificado al resucitarle de
entre los muertos y al derramar ahora sobre todos los hombres el Espíritu
prometido. A la pregunta de qué hacer ante este mensaje, el apóstol responde:
«Convertíos, y que cada uno de Vosotros se bautice en el nombre de
Cristo Jesús, para remisión de vuestros pecados, y recibiréis , el don del
Espíritu Santo» (Hch. 2,38; Lc 3,14; Mc 1,15).
El bautismo se celebra en el nombre de
Jesús, a quien el Padre ha revelado, en el Espíritu Santo ,
como la única vía de acceso a la salvación ya la comunión con Dios (Hch. 4,12).
El bautismo «en el nombre del Señor Jesús» (Hch. 2,38; 8,16; 19,5; Rom 6,3) se
identifica Con el administrado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo (Mt 28,19), porque el nombre de Jesús contiene en sí mismo la relación
del Hijo al Padre en el Espíritu Santo. (No hay aquí, por tanto, dos
concepciones distintas del bautismo; se trata del mismo y único).
La forma litúrgica del bautismo
tiene puntos de contacto con algunos aspectos paleotestamentarios del rito de
la incorporación y de la renovación escatológica del pueblo de Dios y con el
bautismo de Jesús en el Jordán, que reveló que Cristo estaba lleno del
Espíritu: el discurso sobre la efusión del Espíritu al final de los tiempos y
la purificación de los pecados (Hch. 22,16) en virtud de la obra salvífica de
Jesús empuja a expresar en el bautismo este acontecimiento espiritual.
A pesar de la escasez de noticias
llegadas hasta nosotros, no existe la menor duda de que en la Iglesia primitiva
existía un rito bautismal. Felipe bautizó al tesorero etíope con agua ( Hch.
8,36ss.). Es un «baño de agua en la palabra» (Ef 5,26), un «baño de renacimiento
y de renovación en el
Espíritu Santo » (Tit 3,5). Es causa del nuevo nacimiento del
creyente y de la nueva comunión con el Padre y el Hijo y acontece «en el agua y
en el Espíritu Santo »
(Jn 3,5). Uno de los elementos constitutivos de la forma ritual del bautismo en
agua en la palabra es la invocación del nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu (Mt 28,19).
En las postrimerías de la época
neotestamentaria destacan claramente en el rito de la incorporación algunos
elementos concretos. Hay un período previo de instrucción en la doctrina de la fe. A ello hay que añadir
las frecuentes inmersiones y la confesión de fe en el reino de Dios y en el
evangelio de Jesús (Hch. 8,12). En la tradición lucana, el bautismo estaba
acompañado de la señal de la imposición de las manos, mediante la cual los
bautizados en el nombre de Jesús reciben el Espíritu Santo
(Hch. 8,17; 15,8; cf. también Heb 6,2). La fe y el bautismo son las vías de
acceso a la salvación. «El que crea y se bautice, se salvará» (Mc 16,16). El
bautismo de agua en el nombre de Jesús y la imposición de las manos para
recibir el Espíritu hacen posible la participación «en la enseñanza de los
apóstoles y en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones»
(cf. Hch. 2,42).
El bautismo en la teología paulina y
deuteropaulina
El bautismo y la fe Son las fuentes
inagotables de la vida cristiana. El bautismo agrupa a la Iglesia en la unidad
del cuerpo de Cristo: «Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para
formar un solo cuerpo» (1Cor 12,13; cf. Ef 4,4-6). El bautismo convierte en
cierto modo a la multitud de los miembros de la Iglesia en una sola persona de
todos en Cristo (Gal 3,28: «... sois uno en Cristo...»). El Espíritu supera las
barreras que alzan los hombre entre sí. Lleva a los bautizados desde el
sometimiento a los poderes elementales a la libertad de los hijos de Dios (Gal
5,13). Ya no viven bajo la ley del pecado y de la muerte, «de la carne y del
eón antiguo», sino según la «ley del Espíritu y de la vida en Cristo Jesús»
(Rom 8,2). La purificación de los pecados en el bautismo produce «la
santificación, la justificación en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en
el Espíritu de nuestro Dios» (1Cor 6,11). Quien vive en el Espíritu produce en
la fe el fruto del amor (Gal 5,6.25) y cosecha la vida eterna (Gal 6,8). Quien
está en Cristo se
convierte en nueva criatura (2Cor 5,17; Gal 6,15) y es
renovado según la imagen de Dios, su Creador, para conocerle (Col 3,10). Vive
en verdadera «justicia y santidad» (Ef 4,24), destinado a llevar a cabo en su
vida las buenas obras que Dios le ha preparado de antemano (Ef 2,10).
La teología bautismal paulina
alcanza uno de sus puntos culminantes en la exposición del bautismo en el
contexto de la doctrina de la justificación (Rom 6,1-14; Col 2,11-15). Así como
en Adán todos fueron pecadores y cayeron en la muerte, así ahora todos son
justificados en Cristo y reciben en él la nueva vida en el Espíritu. Quien
pertenece a Cristo ha muerto al pecado. Vive para Cristo y comparte con él su existencia
en favor de los demás.
En el símbolo de la inmersión en el
agua muestra el bautismo una imagen semejante a la muerte de Cristo. También la
acción simbólica de salir de ella proporciona una imagen semejante a su
resurrección o una participación en ella (Rom 6,5). Esta comunión personal con
Cristo fundamenta la participación por gracia en su relación filial al Padre en
el Espíritu Santo. El Espíritu del Hijo, que Dios ha enviado a nuestros
corazones, clama en nosotros, o nos hace exclamar; «¡Abba, Padre!» (Rom
8,11.15; Gal 4,6). Los bautizados Son hijos de Dios y comparten, por
consiguiente, la naturaleza y la figura del Hijo de Dios (Rom 8,29). La
filiación divina del pueblo de Dios (Rom 9,4s.) alcanza su consumación con la
incorporación al cuerpo de Cristo que es la Iglesia (Col 1,18). Los creyentes y
bautizados viven en comunión con todos los miembros del cuerpo de Cristo y, de
este modo, en la comunión vivificante Con Dios Padre, Hijo y Espíritu (Rom
12,4-21; Ef2,11-22; 4,4-16).
El bautismo en la Primera Carta de
Pedro
De modo parecido al de la teología
paulina, también según la
Primera Carta de Pedro la muerte vicaria de Jesús inocente y
su resurrección abre a los pecadores una vía de acceso a Dios. Así como
antiguamente fueron salvados unos pocos del agua del diluvio, así ahora todos
los hombres Son rescatados por el agua del bautismo. No es un bautismo que
limpie a los cuerpos de las impurezas externas, sino que «suplica a Dios una
conciencia buena, por la resurrección de Cristo» (1Pe 3,20s.). El don del
bautismo obliga a una vida nueva en el Espíritu de Cristo. Los bautizados son
elegidos por el Padre y santificados por el Espíritu para obedecer a Cristo y
ser rociados con su sangre (1Pe 1,2). Los bautizados Son como hijos
reengendrados, que crecen alimentados con la leche espiritual del evangelio y
han vuelto a renacer de un germen imperecedero: de la palabra de Dios (1Pe
1,23; Jn 3,9).
El bautizado ha reconocido que
Cristo es la piedra viva sobre la que se construye toda la casa de Dios. En él
todos sirven de piedras vivas para edificar una casa espiritual, un sacerdocio
santo, para ofrecer por medio de Jesucristo sacrificios espirituales agradables
a Dios (1Pe 2,5.9). Se destaca aquí claramente la conexión interna entre el
bautismo y la actuación sacerdotal de la Iglesia en sus miembros (LG 11).
El bautismo en el Evangelio de Juan
y en la Primera Carta
de Juan
En el prólogo del evangelio se dice
que son «hijos de Dios» cuantos creen en su nombre y han nacido de Dios (Jn
1,13; cf. 1Pe; 3.23; Tit 3,5). «Haber nacido de Dios» significa no cometer
ningún pecado, porque permanece en nosotros el «germen» de Dios, es decir, su
gracia y su Espíritu (Jn 3,9: 5,3). En su conversación con Nicodemo, dice
Jesús: «Quien no nace de agua y de Espíritu, no puede entrar en el reino de
Dios. Lo nacido de la carne, carne es. y lo nacido del Espíritu, espíritu es»
(Jn 3,5).
El bautismo fundamenta la filiación
divina (Jn 3,2). Dan testimonio en favor de Jesús el Espíritu y el agua (en el
bautismo del Jordán) y la sangre (en la cruz; cf. Jn 5,6-8). Surge así
espontáneamente la interpretación de los Padres de la Iglesia, que han
establecido una relación entre el flujo de agua y sangre del costado abierto de
Cristo en la cruz y el don sacramental de la salvación en el bautismo y la
eucaristía (Jn 19,34).
Se interpretan asimismo a la luz de
la teología bautismal las secciones relativas al agua viva que Cristo da a
beber (Jn 4,14), así como la curación del paralítico en la piscina de Betesda
(Jn 5,1-15) y la del ciego de nacimiento en la piscina de Siloé (Jn 9,1-38).
Síntesis de la teología bautismal
del Nuevo Testamento
1.
El
bautismo es, por lo que se refiere al rito, un baño de agua en la palabra (en Lucas se añade la imposición de
las manos para ungir, fortalecer y sellar con el Espíritu Santo ). El
signo verbal está constituido por la epíclesis del Padre, el Hijo y el
Espíritu, o la de Jesús
de Nazaret.
1.
Como
efecto espiritual se
menciona el perdón de los pecados, la santificación y la
justificación en el Espíritu Santo. Se crea una criatura nueva, se produce un
renacimiento en virtud de la participación en la vida del Dios trino. Mediante la comunión Con el Hijo
de Dios hecho hombre y la configuración con su pasión, su muerte y su
resurrección se llega a la comunión con Dios. El bautismo transmite el don de
la vida eterna hacia la que caminamos por la fe (2Cor 5,7). Tras nuestra
muerte, alcanza su plenitud la vida eterna iniciada en el bautismo como visión
de Dios cara a cara (1Cor 13,12) y como comunión de conocimiento y de amor Con
el Padre, el Hijo y el Espíritu (Jn 1,3; 4,3; 5,11s.).
1.
Son
parte inseparable del bautismo la fe, la esperanza y la caridad como dones y
como actos personales, y la consiguiente configuración de la vida.
1.
Por
medio del bautismo, los creyente se insertan en la comunidad de la Iglesia como
sociedad visible y como comunidad salvífica invisible. A través del Espíritu
Santo, el bautismo convierte a los fieles en miembros vivos del cuerpo de
Cristo. En la unidad de acción de la cabeza y el cuerpo, de Cristo y de la
Iglesia, todos y cada uno de los creyentes participan en la misión salvífica
eclesial. El bautismo sustituye a la circuncisión como señal de la alianza del
antiguo pueblo de Dios. En la alianza nueva, el bautismo es expresión de la
vocación universal de todos los pueblos a la salvación en el reino escatológico
de Dios.
Historia y formulación sistemática
de la teología bautismal
La forma externa del bautismo
Para los siglos II y III se desprende el
siguiente cuadro (Didajé: bautismo de inmersión o de infusión [= triple
inmersión o aspersión con agua]; Justino; Hipólito; Tertuliano): baño de agua
en la palabra con la invocación de los nombres de las tres personas divinas,
unción, sigilación e imposición de las manos.
Entre las unciones postbautismales
deben distinguirse las que forman parte, en sentido estricto, del bautismo, y
hoy son interpretadas como ritos explicativos, y las que están asociadas a la
imposición de las manos de la confirmación, en cuanto rito distinto del baño de
agua. En Oriente destacaba con mayor claridad en el primer plano la unción del
bautizado con bálsamo como marca del Espíritu (Cirilo). En Occidente se
entendía la imposición de las manos preferentemente en el sentido de una última
perfección del bautismo y de una especial donación del Espíritu Santo concedido
al bautizado. A partir del siglo V comenzó a ganar importancia también en
Occidente, junto a la unción postbautismal, una unción específica de la
confirmación, asociada a la imposición de las manos. Desde el siglo XII se fue
entendiendo cada vez más claramente la unción Con el crisma como rito propio de la
confirmación.
Fue determinante durante toda la
época patrística la conciencia de la unidad de la iniciación al bautismo ya la
confirmación (baño de agua en la palabra e imposición de las manos, unción,
sigilación) y de la primera participación en la celebración de la eucaristía
como señal de la plena incorporación a la comunidad y la comunión de la
Iglesia.
Temas patrísticos: eficacia objetiva
de los sacramentos, bautismo de los niños
Ejercieron una persistente
influencia en la intelección del bautismo las controversias con los herejes en
el siglo III y los enfrentamientos de Agustín con los donatitas a propósito de
la eficacia objetiva de los sacramentos y con Pelagio acerca de la primacía de
la gracia transmitida por los sacramentos sobre las obras éticas y ascéticas
del cristiano.
De acuerdo con la tradición
norteafricana y de una gran parte de la Iglesia oriental, Cipriano de Cartago
defendía la opinión de que el bautismo administrado o recibido por herejes no
tiene ninguna eficacia, porque el Espíritu Santo no imparte fuera de la Iglesia la
gracia del perdón de los pecados y de la justificación. El
papa Esteban I insistía, en cambio, siguiendo la tradición romana y
alejandrina, en la eficacia objetiva del sacramento, incluso cuando es
conferido fuera de los límites de la Iglesia visible y ortodoxa (DH: 11Os.).
En el concilio de Arles (314) la
práctica romana consiguió general asentimiento en Occidente. Para la validez se requiere el pleno
reconocimiento de la Trinidad, el empleo de la fórmula bautismal trinitaria, el
cumplimiento físico del rito del baño de agua y la imposición de las manos para
recibir el Espíritu (DH 123). El concilio de Nicea (325) no consideraba que en
las diferentes prácticas hasta entonces seguidas por las Iglesias locales
hubiera un problema dogmático, sino meramente disciplinar (cánones 8;19).
En contra de los donatitas, Agustín
afirmaba que la validez del bautismo (a diferencia de su fructuosidad) no
depende de la santidad personal, de la ortodoxia o de la pertenencia actual a
la Iglesia ni de quien lo administra ni de quien lo recibe. El auténtico
ministro de los sacramentos es, en efecto, Cristo. Hablando con propiedad, no
hay sacramentos fuera de la
Iglesia. Por tanto, siguen siendo sacramentos de la Iglesia
incluso cuando los herejes los usurpan. Debe distinguirse entre la falsa
doctrina de los herejes y el uso de los sacramentos, que son de Cristo y de la Iglesia. A esta
eficacia objetiva en virtud de la forma sacramenti responde la vinculación de
la eficacia subjetiva del bautismo a la forma iustitiae (fe y justificación) de
quienes lo reciben. Sólo quien no pone ningún obstáculo (cf. el concilio Tridentino:
DH 1606) recibe también la remisión de los pecados y el Espíritu Santo. No
poner óbice significa poseer la fides ecclesiae y, sobre todo, la caritas, que
es el vínculo de la comunión eclesial (Col 3,14).
La práctica de bautizar a los
párvulos y lactantes está atestiguada desde el siglo II y los Padres de la
Iglesia la tuvieron por tradición apostólica. Se daba, en efecto, la necesaria
conexión entre fe y bautismo: los niños eran bautizados por la fe de la
Iglesia, representada por los padres y padrinos, a quienes se les confiaba, por
tanto, la posterior instrucción catequética fundamental. De todas formas, debe
tenerse presente que no son los actos subjetivos de la fe, la conversión y la
obediencia los que producen la justificación. Ocurre lo contrario. El bautismo
de los niños es posible a causa de la primacía de la gracia sobre el acto de fe
personal. Frente a la reducción del cristianismo a una dimensión ética y
ascética, tal como Agustín creía detectar en el pelagianismo, debe destacarse
el predominio de la gracia sacramental.
Así se explica que también a los
párvulos que no han cometido ningún pecado personal se les bautice «para el
perdón de los pecados». De donde se sigue que ya antes de su decisión a favor o
en contra de la fe se hallan bajo el poder del. pecado de Adán. Con el
bautismo, los niños reciben la fe objetiva de la Iglesia como gracia. Cuando
alcancen la edad adulta, deberán aceptar libremente e interiorizar esta fe.
En contra de los pelagianos, el
canon 2 del sínodo de Cartago del 418 establece: «Quienquiera niegue que los
niños recién nacidos del seno de sus madres no han de ser bautizados o dice
que, efectivamente, son bautizados para remisión de los pecados, pero que de
Adán nada traen del pecado que haya de expiarse por el lavatorio de la
regeneración, de donde consiguientemente se sigue que en ellos la fórmula del
bautismo "para la remisión de los pecados" ha de entenderse no
verdadera, sino falsa, sea anatema» (DH 223; DH 247).
Ante la necesidad del bautismo para
la salvación se plantea inevitablemente la pregunta sobre el destino de los
niños no bautizados. Agustín opinaba que no con- siguen la visión de Dios,
porque no se les ha conferido la gracia, pero que tampoco sufren ningún
castigo. El castigo sólo recae sobre quienes han cometido pecados personales.
Frente a esta concepción, la Iglesia
destaca hoy día la voluntad salvífica universal y la necesidad relativa (es
decir, condicional y dependiente de la conciencia de la verdad subjetiva) del
bautismo, en el contexto de la doctrina sobre la necesidad de incorporarse a la
Iglesia para alcanzar la salvación (LG 14).
Es digna de nota la convicción de la
época patrística de que el bautismo de sangre puede transmitir la gracia
bautismal sin necesidad de realizar los ritos del bautismo de agua, porque la
fe testificada con la propia sangre lleva implícito el deseo de este
sacramento.
La teología escolástica del bautismo
en el Decreto para los armenios del concilio de Florencia
Acabados los enfrentamientos con los
donatistas y los pelagianos en torno al bautismo, este sacramento no fue ya en
adelante objeto de grandes controversias. La Escolástica incluyó el tema del
bautismo en las categorías de su teología sacramental sistemática (P.
Lombardo). Tomás de Aquino entendía el bautismo, a partir de Rom 6 y de acuerdo
con la catequesis mistagógica de Cirilo de Jerusalén, como configuración con la
pasión, muerte y resurrección de Cristo. Lo que el rito expresa sensiblemente,
ocurre en el interior y se
convierte en ley de la vida cristiana (S.th. III q.66 a.2).
La configuración con Cristo en el bautismo significa asimismo la incorporación
a su cuerpo, que es la Iglesia.
Esta configuración es un
renacimiento singular e irrepetible para la vida eterna. La eucaristía
garantiza una participación repetida y siempre nueva en la cruz y la
resurrección de Cristo, porque se da a sí mismo en el banquete pascual para ser
disfrutado muchas veces, con el objetivo de actualizar en el amor la unión con
él y alimentar la vida espiritual. En todos los sacramentos se da la gracia ex
passione Christi et ex interna operatione Spiritus Sancti.
El Decreto para los armenios del
concilio de Florencia (1439) ofrece una síntesis de la evolución de la teología
bautismal (DH 1314-1316):
1.
El
sacramento primero y fundamental es el santo bautismo, que convierte a los
fieles en miembros del cuerpo de Cristo. El bautismo es renacimiento en agua y
espíritu, para que los bautizados lleguen al reino de Dios y escapen de la
muerte eterna que trajo "Adán" sobre todos los hombres.
2. Forma parte del signo visible la
fórmula deprecatoria o indicativa por la que se invoca a la Trinidad. La causa
primera y determinante de la gracia y del bautismo es el Dios trino; la causa
instrumental es el ministro humano.
1.
El
ministro ordinario es el sacerdote. En caso de necesidad también pueden
administrarlo no sólo los diáconos, sino también los laicos de ambos sexos (cf.
Tomás de Aquino, S.th.111 q.67 a.4) e incluso los paganos y los herejes. El
único requisito es guardar la forma establecida por la Iglesia y tener la
intención de celebrar este acto litúrgico.
4. Los efectos del bautismo son: la
remisión de toda culpa, tanto la original como la de los pecados actuales, y de
las penas debidas por ellos, la entrada en el reino de Dios y la expectativa de
la visión de Dios uno y trino.
1.
El
Decreto para los jacobitas de este mismo concilio (1442) destaca que el
bautismo es el único medio para escapar al dominio de la muerte y ser adoptados
por hijos de Dios. Por consiguiente, debe ser considerado como el único remedio
para los párvulos y se les debe administrar en el plazo más breve posible (DH
1349).
Un nuevo campo de referencia de la
justificación, la fe y el bautismo en la Reforma
La Reforma protestante asumió las
declaraciones doctrinales de la Iglesia contra el donatismo y el pelagianismo.
En la teología del bautismo en Cuanto tal no existen divergencias doctrinales
respecto a las concepciones católicas.
En Lutero, el bautismo aparece
estrechamente vinculado a su concepto de la justificación. La
justificación del pecador se produce cuando éste acepta en la fe la inclinación
graciosa de Dios a él, revelada en la cruz de Jesús. El bautismo sella la
justificación, que procede únicamente de la palabra y de la gracia de Dios, y
señala su aceptación en la fe del hombre. El bautismo no produce un efecto
creado (gratia creata) en el hombre, por lo que tampoco se da una transferencia
esencial del estado ontológico de pecador al de santo. De todas formas, también
la doctrina de la justificación luterana señala que el justificado es una nueva
criatura. Pero éste no puede introducir por sí mismo dicha justificación en su
relación con Dios. Es preciso que le sea otorgada una y otra vez en la
inclinación creyente al Dios que perdona.
Como la gracia permanece extra me,
se preserva al creyente de falsas seguridades y se le remite una y otra vez y
siempre de nuevo a la gracia del perdón de Dios, prometida al pecador en la
palabra de la
proclamación. La fe es, pues, el recurso, prolongado a lo largo
de toda la vida, a este perdón. Como señala Pablo (Rom 6,4), el bautismo no es
un acontecimiento que pertenece a una época ya pasada de la vida, cuya eficacia
se prolonga hasta el momento actual. Para Lutero, el bautismo señala la
proclamación singular de la gracia de Dios sobre nosotros. La totalidad de la
nueva vida y de la nueva criatura se halla en la graciosa inclinación de Dios a
nosotros. Avanzamos hacia esta vida nueva cuando matamos día a día en la fe al
pecador que hay en nosotros y dejamos que surja diariamente en nosotros en la
fe la entrega confiada a los méritos de Cristo. Así es como recibimos la vida
nueva.
De esta concepción de la
justificación, con repercusiones en la teología bautismal, se deducen algunas
consecuencias respecto de la relación entre el bautismo y los restantes
sacramentos, y más en particular respecto de la necesidad del sacramento de la
penitencia para quienes han perdido la gracia bautismal por la comisión de
pecados mortales.
Según la doctrina patrística y
escolástica, los pecados mortales acarrean la pérdida de la gracia de la
justificación, pero permanece en los bautizados el carácter sacramental. En
consecuencia, el rito de la reconciliación del pecador con la Iglesia es señal
de que se ha alcanzado un verdadero perdón de los pecados y de que ha sido
plenamente restituida la gracia de la justificación.
Dado que Lutero sitúa la auténtica
esencia del pecado en la incredulidad, la conversión sólo puede consistir en la
renovación de la fe. Esta
renovación acontece en virtud de una reorientación a la palabra de Dios,
definitivamente revelada en el acontecimiento del bautismo como disposición de
Dios al perdón. De donde se seguiría que la penitencia no es un sacramento
específico ni tiene un efecto sacramental. La penitencia es la renovación y la
acreditación de la fe en el recuerdo de la promesa pronunciada por Dios en el
bautismo. Mediante el arrepentimiento y la penitencia diaria, es «ahogado» en
nosotros el viejo Adán. En la fe morimos al pecado y al deleite maligno que aún
actúa en nosotros, es decir, a la concupiscencia.
En la controversia con los baptistas
y los antisacramentarios, Lutero defendió con firmeza la práctica del bautismo
de los niños. Pero esta opinión no tiene sentido si no se admite a la vez la eficacia
objetiva de los sacramentos.
La doctrina del concilio Tridentino
El concilio de Trento habló de la
teología del bautismo en el contexto del pecado original (1546) y en su Decreto
sobre la justificación (1547).
Por justificación entiende el concilio
«no sólo la remisión de los pecados, sino también la santificación y renovación
del hombre interior, por la voluntaria recepción de la gracia y los dones, de
donde el hombre se convierte de injusto en justo y de enemigo en amigo, para
ser heredero según la esperanza de la vida eterna» (DH 1528). Esta
justificación tiene su origen en la voluntad gratuita de Dios y en los méritos
de Cristo. Su causa instrumental es el sacramento del bautismo, entendido como
sacramento de la fe. No
sólo confiere la justicia, sino que suscita además las virtudes teologales de
la fe, la esperanza y la
caridad. A esto se debe que pueda aceptarse libremente la
gracia en la realización subjetiva de la conciencia (DH 1529). Por donde se
advierte -tal como declara el Decreto sobre el pecado original- que el bautismo
es instrumento necesario para la remisión de los pecados personales y para la
eliminación del pecado original. y aquí se encuentra la razón de que se bautice
a los párvulos, no en apariencia sino realmente, «para la remisión de los
pecados» (canon 4: DH 1514).
En los bautizados no hay ya nada
pecaminoso. Ha quedado radicalmente extirpado el verdadero ser y la esencia del
pecado. Sería erróneo afirmar que lo único que ocurre es que no se imputa el pecado. El
antiguo Adán ha muerto verdaderamente con Cristo en el bautismo. El hombre
nuevo, creado en verdadera justicia y santidad, resucita con Cristo (cf. Ef
4,22; Col 3,9s.). Ahora es, sin mancha de pecado, hijo de Dios y coheredero con
Cristo (Rom 8,17). Y aunque en los bautizados siga existiendo todavía, y por
todo el resto de su vida, la concupiscencia y la inclinación al pecado, esta
concupiscencia no constituye de por sí un pecado real y verdadero. No hay aquí
contradicción alguna con Pablo, que algunas veces, y por concisión del
lenguaje, le da esta denominación (Rom 6,12), porque surge del pecado ya él
inclina. La concupiscencia permanece en los bautizados no porque el efecto del
bautismo haya sido, por así decirlo, demasiado débil, sino para la lucha, para
la acreditación y para el crecimiento de la vida cristiana (canon 5: DH 1515),
es decir, para que el hombre pueda realizar por sí, y en la gracia, la
aceptación activa de su redención. El hombre es asumido, con su libertad, en el
acontecimiento de la redención y capacitado para una cooperación en libertad.
El Decreto sobre los sacramentos en
general contiene 14 cánones sobre el bautismo y tres sobre la confirmación (DH
1614-1630). Expresado con formulación positiva, se afirma:
Canon 3: La verdadera doctrina sobre
el sacramento del bautismo es la expuesta por la Iglesia romana (DH 1616).
Canon 4: El bautismo administrado o
recibido por herejes en la debida forma y con la debida intención es bautismo
verdadero (DH 1617; cf. también canon 12, DH 1625).
Canon 5: No cae dentro de la
competencia de los individuos decidir libremente si reciben, o no, el bautismo
como causa instrumental de la transmisión de la salvación, porque, en su
condición de instrumento, es necesario para la salvación (DH 1618).
Canon 6: El bautizado puede perder
la gracia como consecuencia del pecado, incluso en el caso de que no abandone
la fe (DH 1619).
Cánones 7-9: El bautizado no se
compromete solo a la fe, sino también al cumplimiento de los preceptos divinos,
a la observancia de la disciplina de la Iglesia y a la fidelidad a los votos
emitidos después del bautismo (en contra de la declaración de Lutero de que
este sacramento libera de los votos monacales posteriores al mismo, DH:
1620-1622).
Canon 10: Los pecados cometidos
después del bautismo no se perdonan ni se convierten en
veniales por el solo recuerdo y la fe en el bautismo recibido (DH 1623).
Cánones 11-14: Está prohibida, bajo
cualquier circunstancia, la reiteración del bautismo válidamente administrado.
El bautismo de los niños es válido, verdadero, no deficiente. Los niños
bautizados son verdaderos fieles y miembros de la Iglesia. Han sido
bautizados en la fe de la Iglesia que, por supuesto, más adelante debe ser
desarrollada, mediante la instrucción, para que llegue a convertirse en fe
personal (DH 1624-1628).
Nuevos acentos en el II concilio
Vaticano
La Constitución sobre la sagrada
liturgia (SC) y la Constitución sobre la Iglesia (LG 7) entienden el bautismo
como inserción en el misterio de pascua y, con ello, como configuración con la
pasión, muerte y resurrección de Cristo.
«Los fieles, incorporados a la
Iglesia por el bautismo, quedan destinados por tal carácter al culto de la
religión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de
confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la
Iglesia» (LG 11).
En virtud del bautismo comparten
todos los creyentes la esencia y la vida sacramental de la comunidad eclesial y
la misión salvífica sacerdotal de la Iglesia. Ejercen
su sacerdocio en la recepción de los sacramentos, en la oración, en la acción
de gracias, en el testimonio de una vida santa y en la negación de sí del amor
activo al prójimo (LG 10). El bautismo y la confirmación son las bases
sacramentales del apostolado de los laicos, que realizan, a su propia manera,
la esencia apostólica y el encargo dado a la Iglesia: «En la Iglesia hay
variedad de ministerios, pero unidad de misión. A los apóstoles ya sus
sucesores les confió Cristo el encargo de enseñar, de santificar y de regir en
su mismo nombre y autoridad. Los seglares, hechos partícipes del ministerio
sacerdotal, profético y real de Cristo, cumplen su cometido en la misión de
todo el pueblo de Dios en la Iglesia y en el mundo» (AA 2).
«Los cristianos seglares obtienen el
derecho y la obligación del apostolado por su unión con Cristo, Cabeza. Ya que,
insertos por el bautismo en el Cuerpo místico de Cristo, robustecidos por la
confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, son destinados al apostolado
por el mismo Señor... La caridad, que es como el alma de todo apostolado, se
comunica y mantiene con los sacramentos, sobre todo de la eucaristía. El
apostolado se ejercita en
la fe, en la esperanza y en la caridad, que derrama el Espíritu Santo en
los corazones de todos los miembros de la Iglesia» (AA 3; cf. LG 31).
El bautismo es también el fundamento
de un vínculo sacramental de todos cuantos lo han recibido entre sí y con
Cristo (LG 14). De ahí que no sea completa la separación de las Iglesias y las
comunidades cristianas ni entre sí ni respecto de la Iglesia católica. A través
del bautismo se da un primer nivel de unión sacramental y de realización
existencial sacramental de la única e indivisible Iglesia de Cristo. Por tanto,
debe entenderse el bautismo como el fundamento sacramental de todos los
movimientos ecuménicos (UR 22).
El concilio admite, con toda la
tradición cristiana, que el verdadero y auténtico ministro del bautismo es
Cristo (SC 7). Con un cierto distanciamiento respecto de la tradición se dice
que, además de los obispos y los sacerdotes, también los diáconos pueden
administrar el bautismo solemne (LG 29; cf. el CIC de 1983, canon 861). En el
Decreto para los armenios del concilio de Florencia únicamente se menciona a
los primeros como ministros ordinarios. Según este documento, el diácono sólo
podía administrarlo en caso de necesidad y como ministro extraordinario (DH
1315).
DEL BAUTISMO (Cann. 849
– 878)
849 El bautismo,
puerta de los sacramentos, cuya recepción de hecho o al menos de deseo es
necesaria para la salvación, por el cual los hombres son liberados de los
pecados, reengendrados como hijos de Dios e incorporados a la Iglesia, quedando
configurados con Cristo por el carácter indeleble, se confiere válidamente sólo
mediante la ablución con agua verdadera acompañada de la debida forma verbal.
DE LA CELEBRACIÓN DEL BAUTISMO
850 El bautismo se
administra según el ritual prescrito en los libros litúrgicos aprobados,
excepto en caso de necesidad urgente, en el cual deben cumplirse sólo aquellas
cosas que son necesarias para la validez del sacramento.
851 Se ha de preparar
convenientemente la celebración del bautismo; por tanto:
1 el adulto que desee recibir el bautismo ha de ser admitido
al catecumenado y, en la medida de lo posible, ser llevado por pasos sucesivos
a la iniciación sacramental, según el ritual de iniciación adaptado por la Conferencia Episcopal ,
y atendiendo a las normas peculiares dictadas por la misma;
2 los padres del niño que va a ser bautizado, y asimismo
quienes asumirán la función de padrinos, han de ser convenientemente ilustrados
sobre el significado de este sacramento y las obligaciones que lleva consigo; y
debe procurar el párroco, personalmente o por medio de otras personas, que los
padres sean oportunamente instruidos con exhortaciones pastorales e incluso con
la oración en común, reuniendo a varias familias, y visitándolas donde sea
posible hacerlo.
852 § 1.
Las disposiciones de los cánones sobre el bautismo de adultos se aplican a
todos aquellos que han pasado de la infancia y tienen uso de razón.
§ 2. También por lo que se refiere
al bautismo, el que no tiene uso de razón se asimila al infante.
853 Fuera del caso de
necesidad, el agua que se emplea para administrar el bautismo debe estar
bendecida según las prescripciones de los libros litúrgicos.
854 El bautismo se ha de
administrar por inmersión o por infusión, de acuerdo con las normas de la Conferencia Episcopal.
855 Procuren los padres, los
padrinos y el párroco que no se imponga un nombre ajeno al sentir cristiano.
856 Aunque el bautismo puede
celebrarse cualquier día, es sin embargo aconsejable que, de ordinario, se administre el
domingo o, si es posible, en la vigilia Pascual.
857 § 1.
Fuera del caso de necesidad, el lugar propio para el bautismo es una iglesia u
oratorio.
§ 2. Como norma general, el adulto
debe bautizarse en la iglesia parroquial propia, y el niño en la iglesia parroquial
de sus padres, a no ser que una causa justa aconseje otra cosa.
860 § 1.
Fuera del caso de necesidad, no debe administrarse el bautismo en casas
particulares, a no ser que el Ordinario del lugar lo hubiera permitido por
causa grave.
§ 2. A no ser que el Obispo
diocesano establezca otra cosa, el bautismo no debe celebrarse en los
hospitales, exceptuando el caso de necesidad o cuando lo exija otra razón
pastoral.
DEL MINISTRO DEL BAUTISMO
861 § 1.
Quedando en vigor lo que prescribe el ⇒ c. 530, 1, es ministro ordinario del bautismo el
Obispo, el presbítero y el diácono.
§ 2. Si está ausente o impedido el
ministro ordinario, administra lícitamente el bautismo un catequista u otro
destinado para esta función por el Ordinario del lugar, y, en caso de
necesidad, cualquier persona que tenga la debida intención; y han de procurar
los pastores de almas, especialmente el párroco, que los fieles sepan bautizar
debidamente.
862 Exceptuando el caso de
necesidad, a nadie es lícito bautizar en territorio ajeno sin la debida
licencia, ni siquiera a sus súbditos.
863 Ofrézcase al Obispo el
bautismo de los adultos, por lo menos el de aquellos que han cumplido catorce
años, para que lo administre él mismo, si lo considera conveniente.
DE LOS QUE VAN A SER
BAUTIZADOS
864 Es capaz de recibir el
bautismo todo ser humano aún no bautizado, y sólo él.
865 § 1.
Para que pueda bautizarse a un adulto, se requiere que haya manifestado su
deseo de recibir este sacramento, esté suficientemente instruido sobre las
verdades de la fe y las obligaciones cristianas y haya sido probado en la vida
cristiana mediante el catecumenado; se le ha de exhortar además a que tenga
dolor de sus pecados.
§ 2. Puede ser bautizado un adulto
que se encuentre en
peligro de muerte si, teniendo algún conocimiento sobre las verdades
principales de la fe, manifiesta de cualquier modo su intención de recibir el
bautismo y promete que observará los mandamientos de la religión cristiana.
868 § 1.
Para bautizar lícitamente a un niño, se requiere:
1 que den su consentimiento los padres, o al menos uno de
los dos, o quienes legítimamente hacen sus veces;
2 que haya esperanza fundada de que el niño va a ser educado en la
religión católica; si falta por completo esa esperanza debe diferirse el
bautismo, según las disposiciones del derecho particular, haciendo saber la
razón a sus padres.
§ 2. El niño de padres católicos, e
incluso de no católicos, en peligro de muerte, puede lícitamente ser bautizado,
aun contra la voluntad de sus padres.
869 § 1.
Cuando hay duda sobre si alguien fue bautizado, o si el bautismo fue
administrado válidamente, y la duda persiste después de una investigación
cuidadosa, se le ha de bautizar bajo condición.
870 El niño expósito o que se halló
abandonado, debe ser bautizado, a no ser que conste su bautismo después de una
investigación diligente.
871 En la medida de lo
posible se deben bautizar los fetos abortivos, si viven.
DE LOS PADRINOS
872 En la medida de lo
posible, a quien va a recibir el bautismo se le ha de dar un padrino, cuya
función es asistir en su iniciación cristiana al adulto que se bautiza, y,
juntamente con los padres, presentar al niño que va a recibir el bautismo y
procurar que después lleve una vida cristiana congruente con el bautismo y
cumpla fielmente las obligaciones inherentes al mismo.
873 Téngase un solo padrino
o una sola madrina, o uno y una.
874 § 1.
Para que alguien sea admitido como padrino, es necesario que:
1 haya sido elegido por quien va a bautizarse o por sus
padres o por quienes ocupan su lugar o, faltando éstos, por el párroco o
ministro; y que tenga capacidad para esta misión e intención de desempeñarla;
2 haya cumplido dieciséis años, a no ser que el Obispo
diocesano establezca otra edad, o que, por justa causa, el párroco o el
ministro consideren admisible una excepción;
3 sea católico, esté confirmado, haya recibido ya el
santísimo sacramento de la Eucaristía y lleve, al mismo tiempo, una vida
congruente con la fe y con la misión que va a asumir;
4 no esté afectado por una pena canónica, legítimamente
impuesta o declarada;
5 no sea el padre o la madre de quien se ha de bautizar.
§ 2. El bautizado que pertenece a
una comunidad eclesial no católica sólo puede ser admitido junto con un padrino
católico, y exclusivamente en calidad de testigo del bautismo.
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