CATEQUESIS POR RADIO. ESCUELA RADIAL DE CATEQUESIS: BAUTISMO Y BIBLIOGRAFIA DE SACRAMENTOS

lunes, 16 de diciembre de 2013

BAUTISMO Y BIBLIOGRAFIA DE SACRAMENTOS



Bautismo

Teología bíblica del Bautismo

a)      Concepto y prehistoria del bautismo cristiano: El concepto de «bautismo», tomado del proceso sensiblemente perceptible de la inmersión en el agua (o del derramamiento, o de la aspersión con agua) designa específicamente el acto litúrgico de la Iglesia por el que una persona es aceptada, en virtud de su fe, en la comunidad de los fieles cristianos, que es señal y medio de la comunicación de vida de Dios con los hombres.
b)      
La señal externa consiste en el «baño de agua» y en la «palabra» (Ef 5,25; Tit 33,5): se bautiza «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19; Jn 3,5).

El efecto del bautismo, a saber, la incorporación santificadora y justificadora al pueblo de Dios de la nueva alianza, es irreversible (indisolubilidad del carácter sacramental). En el bautismo se perdonan todos los pecados, tanto mortales como veniales, y todas las penas inherentes. El renacido del agua del bautismo queda libre del pecado de Adán y equipado con el poder de vencer al mal. Se renueva y se eleva a un nivel superior la perdida amistad con Dios: el bautizado es aceptado en la relación filial de Cristo al Padre en el Espíritu Santo (Gal 4,4-6; Rom 8,15.29). Así, se asemeja a Cristo (Flp 3,10s.) Entra en la comunión de destino con Jesús y comparte su cruz y su resurrección (Rom 6).

El bautismo es el inicio de la comuni6n (koinonía) y de la participaci6n en la vida trinitaria eterna de Dios. Al bautizado se le otorgan los dones gratuitos de la fe, la esperanza y la caridad (virtudes sobrenaturales infusas). El cristiano bautizado participa en la misi6n salvífica de la Iglesia y es miembro de su "comunidad sacerdotal" (cf. LG 11).

La incorporaci6n al pueblo de Dios de la Antigua mediante la señal de la circuncisi6n

El rito iniciático de la circuncisión, ya conocido entre algunos pueblos de Oriente en tiempos premosaicos (cf. Gen 17,10), fue asumido por Israel como una acción simbólica a la que todos los varones israelitas debían someterse (Lev 12,3). Esta señal se convirtió en la característica distintiva determinante para diferenciarse de las naciones paganas (Jue 14,3; 1Sam 14,6; 1Mac 1,60; 2,46; 2Mac 6,10). Sólo los circuncisos pertenecen al pueblo de la alianza de Dios y sólo ellos pueden participar en su culto (Ex 12,48).

A diferencia de los ritos de iniciación paganos, la circuncisión no inserta en un ciclo cósmico (supratemporal y ahistórico) de «muerte y renacimiento», ni tampoco es el ingreso en el círculo vital de los adultos. Se trata de una acción simbólica situada en el contexto de la experiencia de la eficacia de Dios en la historia; Dios ha hecho a Israel su pueblo de la alianza, le ha elegido como portador de su voluntad salvífica.

Mediante la incorporación al pueblo de la alianza, el circunciso participa de las acciones salvíficas de Dios, de la elección, de la liberación de la esclavitud de Egipto, del auxilio ante los abismos del mar, del pacto de la alianza, de la Torá, de la tierra prometida. Participa, en fin, de la promesa del tiempo de salvación mesiánico: de la efusión del Espíritu de Dios en la implantación definitiva de la alianza nueva y eterna (Ez 36,26; Joel 3,1-5; Jer 31,31-33; cf. Jn 3,22s.; Gal 5,22s.; Hch. 2,17).
Así, pues, la circuncisión no es un simple acto externo. Mediante la «circuncisión del corazón» (Dt 10,16; 30,6; Rom 2,25), el hombre queda sometido a una existencia que le afecta personalmente. De la participación en la alianza, y en correspondencia con la fidelidad de Dios a ella y de su amor a su pueblo, se sigue la obligación de la entrega del corazón en amor, obediencia, cumplimiento de la ley y una santificación orientada según la santidad de Dios (1Tes 1,3; 5,23). y se sigue también, en fin, el deber de amar a Dios y al prójimo (Mc 12,28-31; Gal 5,13-26).
La infidelidad a la alianza, la resistencia contra Dios, la caída en la idolatría, la injusticia frente al prójimo, provoca -a partir de la base de que la alianza es irrevocable, tal como se simboliza en la señal, irrepetible, de la circuncisión- la llamada profética a la conversión, la súplica del perdón de los pecados y de la renovación del corazón.

En el tiempo final mesiánico, Dios mismo congregará a su pueblo de entre todas las naciones y le salvará. Aflora aquí el motivo del agua: «Os rociaré con agua limpia y quedaréis limpios... Os daré un corazón nuevo pondré mi espíritu en vuestro interior y haré que procedáis según mis leyes» (Ez 36,25-27).
La palabra simbólica del agua incluye en sí las grandes ideas del perdón de los pecados, de la revivificación refrescante y de la nueva creación del hombre y el restablecimiento definitivo del pueblo de la alianza. Cada creyente concreto participa, como miembro, del cuerpo de este pueblo de Dios, de la relación de Israel, como hijo, con Dios Padre, o de la relación esponsalicia de la hija de Sión, de la virgen Israel, con Yahvéh, su esposo. (El Nuevo Testamento reasume estos motivos; Cristo es cabeza y esposo de su Iglesia, que es su cuerpo y su esposa).

Los ritos de purificación y las abluciones, que renuevan la pureza cúltica (Lev 1-15; Núm. 19) tuvieron su prolongación en los baños cúlticos de purificación de algunos grupos y sectas judíos (fariseos, esenios, Qumran) y se convirtieron hasta cierto punto en ritos de iniciación a la comunidad de los puros, separándose así de los restantes grupos. Se confiaba aquí en que una radical observancia de la ley y el cumplimiento estricto de los baños de purificación rituales con agua viva (es decir, corriente) liberarían del castigo que habría de irrumpir sobre los pecados y de la aniquilación a que estaban destinados los pecadores.
En el bautismo de los prosélitos, difundido en la época posterior a Jesús, los paganos que abrazaban el judaísmo, además de la circuncisión y del sacrificio de expiación, debían practicar, a causa de su impureza, el rito de purificación de un autobautismo.

El bautismo de penitencia de Juan Bautista

En su condición de profeta del juicio final ya a las puertas y del tiempo mesiánico a punto de llegar, Juan Bautista predicaba la conversión de los corazones y el bautismo para el perdón de los pecados (Mc 1,4) que libra del inminente bautismo de fuego, esto es, del juicio escatológico de la ira de Dios sobre los pecadores (Mt 3,13; Lc 3,7-16; cf. Is 4,4; 29,6; 30,27; Esd 13,27).

a)      El origen del Bautismo cristiano:

Jesús y la primitiva Iglesia
Jesús no continuó la práctica del bautismo de Juan (cf., con todo, Jn 3,22; 4,2). El centro de su actividad no estaba dedicado a la preservación frente al juicio, sino a la proclamación del reino de Dios. En cierto modo, «bautizaba» mediante su llamada a la fe, a la conversión, al seguimiento, con la que acercaba eficazmente el reino de Dios.

En los inicios de su vida pública mesiánica recibió el bautismo de manos de Juan Bautista en el Jordán (Mc 1,9). El espíritu de Dios le reveló como el Hijo amado del Padre y el mediador de la salvación que, en virtud de una función vicaria (y como Cordero de Dios), «quita el pecado del mundo» (Jn 1,29; Jn 3,5; Is 53,7). En la muerte violenta de Jesús se cumple la misión mesiánica revelada en el bautismo del Jordán. En su pasión y muerte es bautizado con un bautismo y debe apurar una copa (Mc 10,38) a través de los cuales lleva acabo la redención de todos los hombres (Mc 10,45). En virtud del bautismo de su muerte quiere consumar Jesús el reino de Dios.
Por consiguiente, sólo es posible acceder a este reino mediante una comunión de destino con Jesucristo, el Kyrios crucificado y resucitado.
A la luz de la experiencia pascual y del envío del Espíritu pudo la Iglesia primitiva trazar un cuadro teológicamente coherente sobre la significación de Jesús. Ha sido él, el Cristo ungido por el Espíritu y el Señor (Hch. 10,38), quien ha fundamentado el reino de Dios escatológico y ofrecido el evangelio de la gracia. Jesús «bautizaba» (no ritual, sino realmente) en el Espíritu Santo (Mc 1,8; Lc 3,16; Hch. 1,5; 11,16). Culminó sus actividades en el bautismo de su muerte; se ofreció como víctima sin mancha al Padre por el poder del Espíritu (Heb 9,14), y por este mismo poder fue resucitado de entre los muertos (Rom 1,4; 8,11; Hch. 13,33; 1Tim 3,16). Es el Kyrios resucitado, que comunica el Espíritu y lo derrama con abundancia, en este tiempo final, sobre todos los hombres (Joel 3,1-5; Zac 12,10; Ez 39,29).

La efusión del Espíritu lleva a su plenitud al pueblo escatológico de Dios, que .tiene su origen en la actuación, sustentada por el Espíritu, del Jesús terreno. El Espíritu capacita a los discípulos para conocer la resurrección de Jesús (1Cor 12,3) y testificarla. En esta condición de testigos, se saben enviados a agrupar al pueblo de Dios escatológico ya ejercer el servicio salvífico de Cristo en medio de la Iglesia (Hch. 1,8).

En su sermón de Pentecostés confirma Pedro que Dios ha actuado poderosamente en Jesús crucificado al resucitarle de entre los muertos y al derramar ahora sobre todos los hombres el Espíritu prometido. A la pregunta de qué hacer ante este mensaje, el apóstol responde: «Convertíos, y que cada uno de Vosotros se bautice en el nombre de Cristo Jesús, para remisión de vuestros pecados, y recibiréis , el don del Espíritu Santo» (Hch. 2,38; Lc 3,14; Mc 1,15).

El bautismo se celebra en el nombre de Jesús, a quien el Padre ha revelado, en el Espíritu Santo, como la única vía de acceso a la salvación ya la comunión con Dios (Hch. 4,12). El bautismo «en el nombre del Señor Jesús» (Hch. 2,38; 8,16; 19,5; Rom 6,3) se identifica Con el administrado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,19), porque el nombre de Jesús contiene en sí mismo la relación del Hijo al Padre en el Espíritu Santo. (No hay aquí, por tanto, dos concepciones distintas del bautismo; se trata del mismo y único).

La forma litúrgica del bautismo tiene puntos de contacto con algunos aspectos paleotestamentarios del rito de la incorporación y de la renovación escatológica del pueblo de Dios y con el bautismo de Jesús en el Jordán, que reveló que Cristo estaba lleno del Espíritu: el discurso sobre la efusión del Espíritu al final de los tiempos y la purificación de los pecados (Hch. 22,16) en virtud de la obra salvífica de Jesús empuja a expresar en el bautismo este acontecimiento espiritual.

A pesar de la escasez de noticias llegadas hasta nosotros, no existe la menor duda de que en la Iglesia primitiva existía un rito bautismal. Felipe bautizó al tesorero etíope con agua ( Hch. 8,36ss.). Es un «baño de agua en la palabra» (Ef 5,26), un «baño de renacimiento y de renovación en el Espíritu Santo» (Tit 3,5). Es causa del nuevo nacimiento del creyente y de la nueva comunión con el Padre y el Hijo y acontece «en el agua y en el Espíritu Santo» (Jn 3,5). Uno de los elementos constitutivos de la forma ritual del bautismo en agua en la palabra es la invocación del nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu (Mt 28,19).

En las postrimerías de la época neotestamentaria destacan claramente en el rito de la incorporación algunos elementos concretos. Hay un período previo de instrucción en la doctrina de la fe. A ello hay que añadir las frecuentes inmersiones y la confesión de fe en el reino de Dios y en el evangelio de Jesús (Hch. 8,12). En la tradición lucana, el bautismo estaba acompañado de la señal de la imposición de las manos, mediante la cual los bautizados en el nombre de Jesús reciben el Espíritu Santo (Hch. 8,17; 15,8; cf. también Heb 6,2). La fe y el bautismo son las vías de acceso a la salvación. «El que crea y se bautice, se salvará» (Mc 16,16). El bautismo de agua en el nombre de Jesús y la imposición de las manos para recibir el Espíritu hacen posible la participación «en la enseñanza de los apóstoles y en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones» (cf. Hch. 2,42).




El bautismo en la teología paulina y deuteropaulina

El bautismo y la fe Son las fuentes inagotables de la vida cristiana. El bautismo agrupa a la Iglesia en la unidad del cuerpo de Cristo: «Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo» (1Cor 12,13; cf. Ef 4,4-6). El bautismo convierte en cierto modo a la multitud de los miembros de la Iglesia en una sola persona de todos en Cristo (Gal 3,28: «... sois uno en Cristo...»). El Espíritu supera las barreras que alzan los hombre entre sí. Lleva a los bautizados desde el sometimiento a los poderes elementales a la libertad de los hijos de Dios (Gal 5,13). Ya no viven bajo la ley del pecado y de la muerte, «de la carne y del eón antiguo», sino según la «ley del Espíritu y de la vida en Cristo Jesús» (Rom 8,2). La purificación de los pecados en el bautismo produce «la santificación, la justificación en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1Cor 6,11). Quien vive en el Espíritu produce en la fe el fruto del amor (Gal 5,6.25) y cosecha la vida eterna (Gal 6,8). Quien está en Cristo se convierte en nueva criatura (2Cor 5,17; Gal 6,15) y es renovado según la imagen de Dios, su Creador, para conocerle (Col 3,10). Vive en verdadera «justicia y santidad» (Ef 4,24), destinado a llevar a cabo en su vida las buenas obras que Dios le ha preparado de antemano (Ef 2,10).

La teología bautismal paulina alcanza uno de sus puntos culminantes en la exposición del bautismo en el contexto de la doctrina de la justificación (Rom 6,1-14; Col 2,11-15). Así como en Adán todos fueron pecadores y cayeron en la muerte, así ahora todos son justificados en Cristo y reciben en él la nueva vida en el Espíritu. Quien pertenece a Cristo ha muerto al pecado. Vive para Cristo y comparte con él su existencia en favor de los demás.

En el símbolo de la inmersión en el agua muestra el bautismo una imagen semejante a la muerte de Cristo. También la acción simbólica de salir de ella proporciona una imagen semejante a su resurrección o una participación en ella (Rom 6,5). Esta comunión personal con Cristo fundamenta la participación por gracia en su relación filial al Padre en el Espíritu Santo. El Espíritu del Hijo, que Dios ha enviado a nuestros corazones, clama en nosotros, o nos hace exclamar; «¡Abba, Padre!» (Rom 8,11.15; Gal 4,6). Los bautizados Son hijos de Dios y comparten, por consiguiente, la naturaleza y la figura del Hijo de Dios (Rom 8,29). La filiación divina del pueblo de Dios (Rom 9,4s.) alcanza su consumación con la incorporación al cuerpo de Cristo que es la Iglesia (Col 1,18). Los creyentes y bautizados viven en comunión con todos los miembros del cuerpo de Cristo y, de este modo, en la comunión vivificante Con Dios Padre, Hijo y Espíritu (Rom 12,4-21; Ef2,11-22; 4,4-16).

El bautismo en la Primera Carta de Pedro

De modo parecido al de la teología paulina, también según la Primera Carta de Pedro la muerte vicaria de Jesús inocente y su resurrección abre a los pecadores una vía de acceso a Dios. Así como antiguamente fueron salvados unos pocos del agua del diluvio, así ahora todos los hombres Son rescatados por el agua del bautismo. No es un bautismo que limpie a los cuerpos de las impurezas externas, sino que «suplica a Dios una conciencia buena, por la resurrección de Cristo» (1Pe 3,20s.). El don del bautismo obliga a una vida nueva en el Espíritu de Cristo. Los bautizados son elegidos por el Padre y santificados por el Espíritu para obedecer a Cristo y ser rociados con su sangre (1Pe 1,2). Los bautizados Son como hijos reengendrados, que crecen alimentados con la leche espiritual del evangelio y han vuelto a renacer de un germen imperecedero: de la palabra de Dios (1Pe 1,23; Jn 3,9).

El bautizado ha reconocido que Cristo es la piedra viva sobre la que se construye toda la casa de Dios. En él todos sirven de piedras vivas para edificar una casa espiritual, un sacerdocio santo, para ofrecer por medio de Jesucristo sacrificios espirituales agradables a Dios (1Pe 2,5.9). Se destaca aquí claramente la conexión interna entre el bautismo y la actuación sacerdotal de la Iglesia en sus miembros (LG 11).


El bautismo en el Evangelio de Juan y en la Primera Carta de Juan

En el prólogo del evangelio se dice que son «hijos de Dios» cuantos creen en su nombre y han nacido de Dios (Jn 1,13; cf. 1Pe; 3.23; Tit 3,5). «Haber nacido de Dios» significa no cometer ningún pecado, porque permanece en nosotros el «germen» de Dios, es decir, su gracia y su Espíritu (Jn 3,9: 5,3). En su conversación con Nicodemo, dice Jesús: «Quien no nace de agua y de Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es. y lo nacido del Espíritu, espíritu es» (Jn 3,5).
El bautismo fundamenta la filiación divina (Jn 3,2). Dan testimonio en favor de Jesús el Espíritu y el agua (en el bautismo del Jordán) y la sangre (en la cruz; cf. Jn 5,6-8). Surge así espontáneamente la interpretación de los Padres de la Iglesia, que han establecido una relación entre el flujo de agua y sangre del costado abierto de Cristo en la cruz y el don sacramental de la salvación en el bautismo y la eucaristía (Jn 19,34).
Se interpretan asimismo a la luz de la teología bautismal las secciones relativas al agua viva que Cristo da a beber (Jn 4,14), así como la curación del paralítico en la piscina de Betesda (Jn 5,1-15) y la del ciego de nacimiento en la piscina de Siloé (Jn 9,1-38).

Síntesis de la teología bautismal del Nuevo Testamento

1.      El bautismo es, por lo que se refiere al rito, un baño de agua en la palabra (en Lucas se añade la imposición de las manos para ungir, fortalecer y sellar con el Espíritu Santo). El signo verbal está constituido por la epíclesis del Padre, el Hijo y el Espíritu, o la de Jesús de Nazaret.

1.      Como efecto espiritual se menciona el perdón de los pecados, la santificación y la justificación en el Espíritu Santo. Se crea una criatura nueva, se produce un renacimiento en virtud de la participación en la vida del Dios trino. Mediante la comunión Con el Hijo de Dios hecho hombre y la configuración con su pasión, su muerte y su resurrección se llega a la comunión con Dios. El bautismo transmite el don de la vida eterna hacia la que caminamos por la fe (2Cor 5,7). Tras nuestra muerte, alcanza su plenitud la vida eterna iniciada en el bautismo como visión de Dios cara a cara (1Cor 13,12) y como comunión de conocimiento y de amor Con el Padre, el Hijo y el Espíritu (Jn 1,3; 4,3; 5,11s.).


1.      Son parte inseparable del bautismo la fe, la esperanza y la caridad como dones y como actos personales, y la consiguiente configuración de la vida.

1.      Por medio del bautismo, los creyente se insertan en la comunidad de la Iglesia como sociedad visible y como comunidad salvífica invisible. A través del Espíritu Santo, el bautismo convierte a los fieles en miembros vivos del cuerpo de Cristo. En la unidad de acción de la cabeza y el cuerpo, de Cristo y de la Iglesia, todos y cada uno de los creyentes participan en la misión salvífica eclesial. El bautismo sustituye a la circuncisión como señal de la alianza del antiguo pueblo de Dios. En la alianza nueva, el bautismo es expresión de la vocación universal de todos los pueblos a la salvación en el reino escatológico de Dios.


Historia y formulación sistemática de la teología bautismal

La forma externa del bautismo
Para los siglos II y III se desprende el siguiente cuadro (Didajé: bautismo de inmersión o de infusión [= triple inmersión o aspersión con agua]; Justino; Hipólito; Tertuliano): baño de agua en la palabra con la invocación de los nombres de las tres personas divinas, unción, sigilación e imposición de las manos.
Entre las unciones postbautismales deben distinguirse las que forman parte, en sentido estricto, del bautismo, y hoy son interpretadas como ritos explicativos, y las que están asociadas a la imposición de las manos de la confirmación, en cuanto rito distinto del baño de agua. En Oriente destacaba con mayor claridad en el primer plano la unción del bautizado con bálsamo como marca del Espíritu (Cirilo). En Occidente se entendía la imposición de las manos preferentemente en el sentido de una última perfección del bautismo y de una especial donación del Espíritu Santo concedido al bautizado. A partir del siglo V comenzó a ganar importancia también en Occidente, junto a la unción postbautismal, una unción específica de la confirmación, asociada a la imposición de las manos. Desde el siglo XII se fue entendiendo cada vez más claramente la unción Con el crisma como rito propio de la confirmación.


Fue determinante durante toda la época patrística la conciencia de la unidad de la iniciación al bautismo ya la confirmación (baño de agua en la palabra e imposición de las manos, unción, sigilación) y de la primera participación en la celebración de la eucaristía como señal de la plena incorporación a la comunidad y la comunión de la Iglesia.

Temas patrísticos: eficacia objetiva de los sacramentos, bautismo de los niños

Ejercieron una persistente influencia en la intelección del bautismo las controversias con los herejes en el siglo III y los enfrentamientos de Agustín con los donatitas a propósito de la eficacia objetiva de los sacramentos y con Pelagio acerca de la primacía de la gracia transmitida por los sacramentos sobre las obras éticas y ascéticas del cristiano.

De acuerdo con la tradición norteafricana y de una gran parte de la Iglesia oriental, Cipriano de Cartago defendía la opinión de que el bautismo administrado o recibido por herejes no tiene ninguna eficacia, porque el Espíritu Santo no imparte fuera de la Iglesia la gracia del perdón de los pecados y de la justificación. El papa Esteban I insistía, en cambio, siguiendo la tradición romana y alejandrina, en la eficacia objetiva del sacramento, incluso cuando es conferido fuera de los límites de la Iglesia visible y ortodoxa (DH: 11Os.).

En el concilio de Arles (314) la práctica romana consiguió general asentimiento en Occidente. Para la validez se requiere el pleno reconocimiento de la Trinidad, el empleo de la fórmula bautismal trinitaria, el cumplimiento físico del rito del baño de agua y la imposición de las manos para recibir el Espíritu (DH 123). El concilio de Nicea (325) no consideraba que en las diferentes prácticas hasta entonces seguidas por las Iglesias locales hubiera un problema dogmático, sino meramente disciplinar (cánones 8;19).

En contra de los donatitas, Agustín afirmaba que la validez del bautismo (a diferencia de su fructuosidad) no depende de la santidad personal, de la ortodoxia o de la pertenencia actual a la Iglesia ni de quien lo administra ni de quien lo recibe. El auténtico ministro de los sacramentos es, en efecto, Cristo. Hablando con propiedad, no hay sacramentos fuera de la Iglesia. Por tanto, siguen siendo sacramentos de la Iglesia incluso cuando los herejes los usurpan. Debe distinguirse entre la falsa doctrina de los herejes y el uso de los sacramentos, que son de Cristo y de la Iglesia. A esta eficacia objetiva en virtud de la forma sacramenti responde la vinculación de la eficacia subjetiva del bautismo a la forma iustitiae (fe y justificación) de quienes lo reciben. Sólo quien no pone ningún obstáculo (cf. el concilio Tridentino: DH 1606) recibe también la remisión de los pecados y el Espíritu Santo. No poner óbice significa poseer la fides ecclesiae y, sobre todo, la caritas, que es el vínculo de la comunión eclesial (Col 3,14).

La práctica de bautizar a los párvulos y lactantes está atestiguada desde el siglo II y los Padres de la Iglesia la tuvieron por tradición apostólica. Se daba, en efecto, la necesaria conexión entre fe y bautismo: los niños eran bautizados por la fe de la Iglesia, representada por los padres y padrinos, a quienes se les confiaba, por tanto, la posterior instrucción catequética fundamental. De todas formas, debe tenerse presente que no son los actos subjetivos de la fe, la conversión y la obediencia los que producen la justificación. Ocurre lo contrario. El bautismo de los niños es posible a causa de la primacía de la gracia sobre el acto de fe personal. Frente a la reducción del cristianismo a una dimensión ética y ascética, tal como Agustín creía detectar en el pelagianismo, debe destacarse el predominio de la gracia sacramental.

Así se explica que también a los párvulos que no han cometido ningún pecado personal se les bautice «para el perdón de los pecados». De donde se sigue que ya antes de su decisión a favor o en contra de la fe se hallan bajo el poder del. pecado de Adán. Con el bautismo, los niños reciben la fe objetiva de la Iglesia como gracia. Cuando alcancen la edad adulta, deberán aceptar libremente e interiorizar esta fe.

En contra de los pelagianos, el canon 2 del sínodo de Cartago del 418 establece: «Quienquiera niegue que los niños recién nacidos del seno de sus madres no han de ser bautizados o dice que, efectivamente, son bautizados para remisión de los pecados, pero que de Adán nada traen del pecado que haya de expiarse por el lavatorio de la regeneración, de donde consiguientemente se sigue que en ellos la fórmula del bautismo "para la remisión de los pecados" ha de entenderse no verdadera, sino falsa, sea anatema» (DH 223; DH 247).

Ante la necesidad del bautismo para la salvación se plantea inevitablemente la pregunta sobre el destino de los niños no bautizados. Agustín opinaba que no con- siguen la visión de Dios, porque no se les ha conferido la gracia, pero que tampoco sufren ningún castigo. El castigo sólo recae sobre quienes han cometido pecados personales.

Frente a esta concepción, la Iglesia destaca hoy día la voluntad salvífica universal y la necesidad relativa (es decir, condicional y dependiente de la conciencia de la verdad subjetiva) del bautismo, en el contexto de la doctrina sobre la necesidad de incorporarse a la Iglesia para alcanzar la salvación (LG 14).

Es digna de nota la convicción de la época patrística de que el bautismo de sangre puede transmitir la gracia bautismal sin necesidad de realizar los ritos del bautismo de agua, porque la fe testificada con la propia sangre lleva implícito el deseo de este sacramento.

La teología escolástica del bautismo en el Decreto para los armenios del concilio de Florencia
Acabados los enfrentamientos con los donatistas y los pelagianos en torno al bautismo, este sacramento no fue ya en adelante objeto de grandes controversias. La Escolástica incluyó el tema del bautismo en las categorías de su teología sacramental sistemática (P. Lombardo). Tomás de Aquino entendía el bautismo, a partir de Rom 6 y de acuerdo con la catequesis mistagógica de Cirilo de Jerusalén, como configuración con la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Lo que el rito expresa sensiblemente, ocurre en el interior y se convierte en ley de la vida cristiana (S.th. III q.66 a.2). La configuración con Cristo en el bautismo significa asimismo la incorporación a su cuerpo, que es la Iglesia.
Esta configuración es un renacimiento singular e irrepetible para la vida eterna. La eucaristía garantiza una participación repetida y siempre nueva en la cruz y la resurrección de Cristo, porque se da a sí mismo en el banquete pascual para ser disfrutado muchas veces, con el objetivo de actualizar en el amor la unión con él y alimentar la vida espiritual. En todos los sacramentos se da la gracia ex passione Christi et ex interna operatione Spiritus Sancti.

El Decreto para los armenios del concilio de Florencia (1439) ofrece una síntesis de la evolución de la teología bautismal (DH 1314-1316):

1.      El sacramento primero y fundamental es el santo bautismo, que convierte a los fieles en miembros del cuerpo de Cristo. El bautismo es renacimiento en agua y espíritu, para que los bautizados lleguen al reino de Dios y escapen de la muerte eterna que trajo "Adán" sobre todos los hombres.

2. Forma parte del signo visible la fórmula deprecatoria o indicativa por la que se invoca a la Trinidad. La causa primera y determinante de la gracia y del bautismo es el Dios trino; la causa instrumental es el ministro humano.

1.      El ministro ordinario es el sacerdote. En caso de necesidad también pueden administrarlo no sólo los diáconos, sino también los laicos de ambos sexos (cf. Tomás de Aquino, S.th.111 q.67 a.4) e incluso los paganos y los herejes. El único requisito es guardar la forma establecida por la Iglesia y tener la intención de celebrar este acto litúrgico.

4. Los efectos del bautismo son: la remisión de toda culpa, tanto la original como la de los pecados actuales, y de las penas debidas por ellos, la entrada en el reino de Dios y la expectativa de la visión de Dios uno y trino.

1.      El Decreto para los jacobitas de este mismo concilio (1442) destaca que el bautismo es el único medio para escapar al dominio de la muerte y ser adoptados por hijos de Dios. Por consiguiente, debe ser considerado como el único remedio para los párvulos y se les debe administrar en el plazo más breve posible (DH 1349).

Un nuevo campo de referencia de la justificación, la fe y el bautismo en la Reforma

La Reforma protestante asumió las declaraciones doctrinales de la Iglesia contra el donatismo y el pelagianismo. En la teología del bautismo en Cuanto tal no existen divergencias doctrinales respecto a las concepciones católicas.

En Lutero, el bautismo aparece estrechamente vinculado a su concepto de la justificación. La justificación del pecador se produce cuando éste acepta en la fe la inclinación graciosa de Dios a él, revelada en la cruz de Jesús. El bautismo sella la justificación, que procede únicamente de la palabra y de la gracia de Dios, y señala su aceptación en la fe del hombre. El bautismo no produce un efecto creado (gratia creata) en el hombre, por lo que tampoco se da una transferencia esencial del estado ontológico de pecador al de santo. De todas formas, también la doctrina de la justificación luterana señala que el justificado es una nueva criatura. Pero éste no puede introducir por sí mismo dicha justificación en su relación con Dios. Es preciso que le sea otorgada una y otra vez en la inclinación creyente al Dios que perdona.

Como la gracia permanece extra me, se preserva al creyente de falsas seguridades y se le remite una y otra vez y siempre de nuevo a la gracia del perdón de Dios, prometida al pecador en la palabra de la proclamación. La fe es, pues, el recurso, prolongado a lo largo de toda la vida, a este perdón. Como señala Pablo (Rom 6,4), el bautismo no es un acontecimiento que pertenece a una época ya pasada de la vida, cuya eficacia se prolonga hasta el momento actual. Para Lutero, el bautismo señala la proclamación singular de la gracia de Dios sobre nosotros. La totalidad de la nueva vida y de la nueva criatura se halla en la graciosa inclinación de Dios a nosotros. Avanzamos hacia esta vida nueva cuando matamos día a día en la fe al pecador que hay en nosotros y dejamos que surja diariamente en nosotros en la fe la entrega confiada a los méritos de Cristo. Así es como recibimos la vida nueva.

De esta concepción de la justificación, con repercusiones en la teología bautismal, se deducen algunas consecuencias respecto de la relación entre el bautismo y los restantes sacramentos, y más en particular respecto de la necesidad del sacramento de la penitencia para quienes han perdido la gracia bautismal por la comisión de pecados mortales.
Según la doctrina patrística y escolástica, los pecados mortales acarrean la pérdida de la gracia de la justificación, pero permanece en los bautizados el carácter sacramental. En consecuencia, el rito de la reconciliación del pecador con la Iglesia es señal de que se ha alcanzado un verdadero perdón de los pecados y de que ha sido plenamente restituida la gracia de la justificación.

Dado que Lutero sitúa la auténtica esencia del pecado en la incredulidad, la conversión sólo puede consistir en la renovación de la fe. Esta renovación acontece en virtud de una reorientación a la palabra de Dios, definitivamente revelada en el acontecimiento del bautismo como disposición de Dios al perdón. De donde se seguiría que la penitencia no es un sacramento específico ni tiene un efecto sacramental. La penitencia es la renovación y la acreditación de la fe en el recuerdo de la promesa pronunciada por Dios en el bautismo. Mediante el arrepentimiento y la penitencia diaria, es «ahogado» en nosotros el viejo Adán. En la fe morimos al pecado y al deleite maligno que aún actúa en nosotros, es decir, a la concupiscencia. 

En la controversia con los baptistas y los antisacramentarios, Lutero defendió con firmeza la práctica del bautismo de los niños. Pero esta opinión no tiene sentido si no se admite a la vez la eficacia objetiva de los sacramentos.

La doctrina del concilio Tridentino

El concilio de Trento habló de la teología del bautismo en el contexto del pecado original (1546) y en su Decreto sobre la justificación (1547).
Por justificación entiende el concilio «no sólo la remisión de los pecados, sino también la santificación y renovación del hombre interior, por la voluntaria recepción de la gracia y los dones, de donde el hombre se convierte de injusto en justo y de enemigo en amigo, para ser heredero según la esperanza de la vida eterna» (DH 1528). Esta justificación tiene su origen en la voluntad gratuita de Dios y en los méritos de Cristo. Su causa instrumental es el sacramento del bautismo, entendido como sacramento de la fe. No sólo confiere la justicia, sino que suscita además las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. A esto se debe que pueda aceptarse libremente la gracia en la realización subjetiva de la conciencia (DH 1529). Por donde se advierte -tal como declara el Decreto sobre el pecado original- que el bautismo es instrumento necesario para la remisión de los pecados personales y para la eliminación del pecado original. y aquí se encuentra la razón de que se bautice a los párvulos, no en apariencia sino realmente, «para la remisión de los pecados» (canon 4: DH 1514).

En los bautizados no hay ya nada pecaminoso. Ha quedado radicalmente extirpado el verdadero ser y la esencia del pecado. Sería erróneo afirmar que lo único que ocurre es que no se imputa el pecado. El antiguo Adán ha muerto verdaderamente con Cristo en el bautismo. El hombre nuevo, creado en verdadera justicia y santidad, resucita con Cristo (cf. Ef 4,22; Col 3,9s.). Ahora es, sin mancha de pecado, hijo de Dios y coheredero con Cristo (Rom 8,17). Y aunque en los bautizados siga existiendo todavía, y por todo el resto de su vida, la concupiscencia y la inclinación al pecado, esta concupiscencia no constituye de por sí un pecado real y verdadero. No hay aquí contradicción alguna con Pablo, que algunas veces, y por concisión del lenguaje, le da esta denominación (Rom 6,12), porque surge del pecado ya él inclina. La concupiscencia permanece en los bautizados no porque el efecto del bautismo haya sido, por así decirlo, demasiado débil, sino para la lucha, para la acreditación y para el crecimiento de la vida cristiana (canon 5: DH 1515), es decir, para que el hombre pueda realizar por sí, y en la gracia, la aceptación activa de su redención. El hombre es asumido, con su libertad, en el acontecimiento de la redención y capacitado para una cooperación en libertad.

El Decreto sobre los sacramentos en general contiene 14 cánones sobre el bautismo y tres sobre la confirmación (DH 1614-1630). Expresado con formulación positiva, se afirma:
Canon 3: La verdadera doctrina sobre el sacramento del bautismo es la expuesta por la Iglesia romana (DH 1616).
Canon 4: El bautismo administrado o recibido por herejes en la debida forma y con la debida intención es bautismo verdadero (DH 1617; cf. también canon 12, DH 1625).

Canon 5: No cae dentro de la competencia de los individuos decidir libremente si reciben, o no, el bautismo como causa instrumental de la transmisión de la salvación, porque, en su condición de instrumento, es necesario para la salvación (DH 1618).

Canon 6: El bautizado puede perder la gracia como consecuencia del pecado, incluso en el caso de que no abandone la fe (DH 1619).

Cánones 7-9: El bautizado no se compromete solo a la fe, sino también al cumplimiento de los preceptos divinos, a la observancia de la disciplina de la Iglesia y a la fidelidad a los votos emitidos después del bautismo (en contra de la declaración de Lutero de que este sacramento libera de los votos monacales posteriores al mismo, DH: 1620-1622).

Canon 10: Los pecados cometidos después del bautismo no se perdonan ni se convierten en veniales por el solo recuerdo y la fe en el bautismo recibido (DH 1623).

Cánones 11-14: Está prohibida, bajo cualquier circunstancia, la reiteración del bautismo válidamente administrado. El bautismo de los niños es válido, verdadero, no deficiente. Los niños bautizados son verdaderos fieles y miembros de la Iglesia. Han sido bautizados en la fe de la Iglesia que, por supuesto, más adelante debe ser desarrollada, mediante la instrucción, para que llegue a convertirse en fe personal (DH 1624-1628).

Nuevos acentos en el II concilio Vaticano

La Constitución sobre la sagrada liturgia (SC) y la Constitución sobre la Iglesia (LG 7) entienden el bautismo como inserción en el misterio de pascua y, con ello, como configuración con la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
«Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por tal carácter al culto de la religión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia» (LG 11).

En virtud del bautismo comparten todos los creyentes la esencia y la vida sacramental de la comunidad eclesial y la misión salvífica sacerdotal de la Iglesia. Ejercen su sacerdocio en la recepción de los sacramentos, en la oración, en la acción de gracias, en el testimonio de una vida santa y en la negación de sí del amor activo al prójimo (LG 10). El bautismo y la confirmación son las bases sacramentales del apostolado de los laicos, que realizan, a su propia manera, la esencia apostólica y el encargo dado a la Iglesia: «En la Iglesia hay variedad de ministerios, pero unidad de misión. A los apóstoles ya sus sucesores les confió Cristo el encargo de enseñar, de santificar y de regir en su mismo nombre y autoridad. Los seglares, hechos partícipes del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, cumplen su cometido en la misión de todo el pueblo de Dios en la Iglesia y en el mundo» (AA 2).

«Los cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su unión con Cristo, Cabeza. Ya que, insertos por el bautismo en el Cuerpo místico de Cristo, robustecidos por la confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, son destinados al apostolado por el mismo Señor... La caridad, que es como el alma de todo apostolado, se comunica y mantiene con los sacramentos, sobre todo de la eucaristía. El apostolado se ejercita en la fe, en la esperanza y en la caridad, que derrama el Espíritu Santo en los corazones de todos los miembros de la Iglesia» (AA 3; cf. LG 31).

El bautismo es también el fundamento de un vínculo sacramental de todos cuantos lo han recibido entre sí y con Cristo (LG 14). De ahí que no sea completa la separación de las Iglesias y las comunidades cristianas ni entre sí ni respecto de la Iglesia católica. A través del bautismo se da un primer nivel de unión sacramental y de realización existencial sacramental de la única e indivisible Iglesia de Cristo. Por tanto, debe entenderse el bautismo como el fundamento sacramental de todos los movimientos ecuménicos (UR 22).

El concilio admite, con toda la tradición cristiana, que el verdadero y auténtico ministro del bautismo es Cristo (SC 7). Con un cierto distanciamiento respecto de la tradición se dice que, además de los obispos y los sacerdotes, también los diáconos pueden administrar el bautismo solemne (LG 29; cf. el CIC de 1983, canon 861). En el Decreto para los armenios del concilio de Florencia únicamente se menciona a los primeros como ministros ordinarios. Según este documento, el diácono sólo podía administrarlo en caso de necesidad y como ministro extraordinario (DH 1315).


DEL BAUTISMO (Cann. 849 – 878)
849 El bautismo, puerta de los sacramentos, cuya recepción de hecho o al menos de deseo es necesaria para la salvación, por el cual los hombres son liberados de los pecados, reengendrados como hijos de Dios e incorporados a la Iglesia, quedando configurados con Cristo por el carácter indeleble, se confiere válidamente sólo mediante la ablución con agua verdadera acompañada de la debida forma verbal.
DE LA CELEBRACIÓN DEL BAUTISMO
850 El bautismo se administra según el ritual prescrito en los libros litúrgicos aprobados, excepto en caso de necesidad urgente, en el cual deben cumplirse sólo aquellas cosas que son necesarias para la validez del sacramento.
851 Se ha de preparar convenientemente la celebración del bautismo; por tanto:
1 el adulto que desee recibir el bautismo ha de ser admitido al catecumenado y, en la medida de lo posible, ser llevado por pasos sucesivos a la iniciación sacramental, según el ritual de iniciación adaptado por la Conferencia Episcopal, y atendiendo a las normas peculiares dictadas por la misma;
2 los padres del niño que va a ser bautizado, y asimismo quienes asumirán la función de padrinos, han de ser convenientemente ilustrados sobre el significado de este sacramento y las obligaciones que lleva consigo; y debe procurar el párroco, personalmente o por medio de otras personas, que los padres sean oportunamente instruidos con exhortaciones pastorales e incluso con la oración en común, reuniendo a varias familias, y visitándolas donde sea posible hacerlo.
852 § 1.    Las disposiciones de los cánones sobre el bautismo de adultos se aplican a todos aquellos que han pasado de la infancia y tienen uso de razón.
 § 2.    También por lo que se refiere al bautismo, el que no tiene uso de razón se asimila al infante.
853 Fuera del caso de necesidad, el agua que se emplea para administrar el bautismo debe estar bendecida según las prescripciones de los libros litúrgicos.
854 El bautismo se ha de administrar por inmersión o por infusión, de acuerdo con las normas de la Conferencia Episcopal.
855 Procuren los padres, los padrinos y el párroco que no se imponga un nombre ajeno al sentir cristiano.
856 Aunque el bautismo puede celebrarse cualquier día, es sin embargo aconsejable que, de ordinario, se administre el domingo o, si es posible, en la vigilia Pascual.
857 § 1.    Fuera del caso de necesidad, el lugar propio para el bautismo es una iglesia u oratorio.
 § 2.    Como norma general, el adulto debe bautizarse en la iglesia parroquial propia, y el niño en la iglesia parroquial de sus padres, a no ser que una causa justa aconseje otra cosa.
860 § 1.    Fuera del caso de necesidad, no debe administrarse el bautismo en casas particulares, a no ser que el Ordinario del lugar lo hubiera permitido por causa grave.
 § 2.    A no ser que el Obispo diocesano establezca otra cosa, el bautismo no debe celebrarse en los hospitales, exceptuando el caso de necesidad o cuando lo exija otra razón pastoral.
DEL MINISTRO DEL BAUTISMO
861 § 1.    Quedando en vigor lo que prescribe el c. 530, 1, es ministro ordinario del bautismo el Obispo, el presbítero y el diácono.
 § 2.    Si está ausente o impedido el ministro ordinario, administra lícitamente el bautismo un catequista u otro destinado para esta función por el Ordinario del lugar, y, en caso de necesidad, cualquier persona que tenga la debida intención; y han de procurar los pastores de almas, especialmente el párroco, que los fieles sepan bautizar debidamente.
862 Exceptuando el caso de necesidad, a nadie es lícito bautizar en territorio ajeno sin la debida licencia, ni siquiera a sus súbditos.
863 Ofrézcase al Obispo el bautismo de los adultos, por lo menos el de aquellos que han cumplido catorce años, para que lo administre él mismo, si lo considera conveniente.
DE LOS QUE VAN A SER BAUTIZADOS
864 Es capaz de recibir el bautismo todo ser humano aún no bautizado, y sólo él.
865 § 1.    Para que pueda bautizarse a un adulto, se requiere que haya manifestado su deseo de recibir este sacramento, esté suficientemente instruido sobre las verdades de la fe y las obligaciones cristianas y haya sido probado en la vida cristiana mediante el catecumenado; se le ha de exhortar además a que tenga dolor de sus pecados.
 § 2.    Puede ser bautizado un adulto que se encuentre en peligro de muerte si, teniendo algún conocimiento sobre las verdades principales de la fe, manifiesta de cualquier modo su intención de recibir el bautismo y promete que observará los mandamientos de la religión cristiana.
866 A no ser que obste una causa grave, el adulto que es bautizado debe ser confirmado inmediatamente después del bautismo y participar en la celebración eucarística, recibiendo también la comunión.
868 § 1.    Para bautizar lícitamente a un niño, se requiere:
1 que den su consentimiento los padres, o al menos uno de los dos, o quienes legítimamente hacen sus veces;
2 que haya esperanza fundada de que el niño va a ser educado en la religión católica; si falta por completo esa esperanza debe diferirse el bautismo, según las disposiciones del derecho particular, haciendo saber la razón a sus padres.
 § 2.    El niño de padres católicos, e incluso de no católicos, en peligro de muerte, puede lícitamente ser bautizado, aun contra la voluntad de sus padres.
869 § 1.    Cuando hay duda sobre si alguien fue bautizado, o si el bautismo fue administrado válidamente, y la duda persiste después de una investigación cuidadosa, se le ha de bautizar bajo condición.
870 El niño expósito o que se halló abandonado, debe ser bautizado, a no ser que conste su bautismo después de una investigación diligente.
871 En la medida de lo posible se deben bautizar los fetos abortivos, si viven.
DE LOS PADRINOS
872 En la medida de lo posible, a quien va a recibir el bautismo se le ha de dar un padrino, cuya función es asistir en su iniciación cristiana al adulto que se bautiza, y, juntamente con los padres, presentar al niño que va a recibir el bautismo y procurar que después lleve una vida cristiana congruente con el bautismo y cumpla fielmente las obligaciones inherentes al mismo.
873 Téngase un solo padrino o una sola madrina, o uno y una.
874 § 1.    Para que alguien sea admitido como padrino, es necesario que:
1 haya sido elegido por quien va a bautizarse o por sus padres o por quienes ocupan su lugar o, faltando éstos, por el párroco o ministro; y que tenga capacidad para esta misión e intención de desempeñarla;
2 haya cumplido dieciséis años, a no ser que el Obispo diocesano establezca otra edad, o que, por justa causa, el párroco o el ministro consideren admisible una excepción;
3 sea católico, esté confirmado, haya recibido ya el santísimo sacramento de la Eucaristía y lleve, al mismo tiempo, una vida congruente con la fe y con la misión que va a asumir;
4 no esté afectado por una pena canónica, legítimamente impuesta o declarada;
5 no sea el padre o la madre de quien se ha de bautizar.
 § 2.    El bautizado que pertenece a una comunidad eclesial no católica sólo puede ser admitido junto con un padrino católico, y exclusivamente en calidad de testigo del bautismo.





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