CATEQUESIS POR RADIO. ESCUELA RADIAL DE CATEQUESIS: 2013

lunes, 16 de diciembre de 2013

2 TRABAJO PRACTICO SACRAMENTOS




TRABAJO EVALUATIVO SOBRE LA MATERIA .


SACRAMENTOS Sacramento de Bautismo:
§        Leyendo el apunte del sacramento, más lo escuchado en la radio: puedo decir que el Bautismo es el sacramento de la Vida: si, no, porqué. Fundamentar la respuesta con al menos 7 renglones.
§        Cuál es la riqueza y cual la debilidad en la pastoral bautismal de la comunidad a la que pertenzco. Justificar porqué.
§        Que no debe faltar en un encuentro pre-bautismal.
Sacramento de la Confirmación:
v     Cuales son las herramientas que un catequista de Confirmación necesita tener para asumir este servicio. Explicar.
v     Qué temas son escenciales para los jóvenes que se preparan a este sacramento.
v     A tu criterio, cuál crees es la edad apropiada para comenzar la preparación a este sacramento.
Sacramento de la Eucaristía:
Ø     Podes decir que la Eucaristía es una fiesta de la comunidad. Porqué. Explicar.
Ø     Qué es lo que más cuesta entender o vivenciar de este sacramento. Justificar en 5 renglones.
Ø     Algo que el derecho canónico te haya aporatado de este sacraento que no sabías.

Sacramento del Matrimonio:
ü     Cuál es la riqueza de este sacramento.
ü     Qué gritos actuales escuhas respecto a este sacramento. Porqué? Qué respuestas se debería dar como Iglesia? Explicar en no menos de10 renglones.
ü     Qué te cuestiona de este sacramento, para bien, o de aquello que no entiendas.
Sacramento del Orden Sagrado:
·        Escribí algo que te haya quedado sobre el Desarrollo histórico del sacramento.
·        Qué de La doctrina del Concilio Vaticano II todavía no es tan visible respecto a este sacramento.
·        Cuál es el papel ó el servicio a tu criterio, que hoy deberían asumir los sacerdotes para tener olor a oveja.
Sugerencias o inquietudes que te generaron estos sacramentos.

ORDEN SAGRADO







Orden Sagrado
Fundamentos bíblicos del sacramento del Orden

El punto de referencia específico del ministerio sacramental en la Iglesia post-pascual es la misión de Jesús, el mediador escatológico del reino de Dios. Su actividad y su destino en la cruz y la resurrección son el origen del pueblo de la alianza neotestamentaria, su fuente y su fundamento permanente.

Una de las características esenciales de la actividad de Jesús era la potestad divina (exousia) con que actuaba. Ejerció su misión salvífica y su poder también a través de los hombres a los que llamó para que le representaran y le actualizaran allí donde él no quiso o no pudo llegar. Por eso, y en virtud de su potestad divina, eligió a los Doce. Ellos fueron los signos y los representantes de su pretensión escatológica sobre todo el pueblo de Dios, que debe reagruparse y restablecerse en ellos. Instituyó, además, a estos Doce, como un sólido círculo unido en la comunión con él. Los envió como sus apóstoles/mensajeros a predicar ya expulsar demonios: es decir, a poner en práctica la salvación de la Basileia. y para ello les otorgó el poder de actuar en su nombre (Mc 3,13ss.).

Así  pues, la raíz de la totalidad de la misión salvífica de la Iglesia y de sus presidentes, maestros y pastores se halla en el poder que Jesús ha conferido a los discípulos que él mismo ha elegido, llamado y enviado (cf. Mc 6,7).

 Los acontecimientos de Pascua y Pentecostés no superar el testimonio, la misión y el poder de los Doce, sino que lo transforman en virtud de su encuentro con el Resucitado.
El servicio de salvación de los Doce, de los testigos de la resurrección y de los primeros misioneros (apóstoles) es una actualización de la permanente actividad salvífica de Cristo, el Señor exaltado, en su Iglesia por medio del Espíritu Santo, y es ejercido en la proclamación del evangelio, en la celebración del bautismo y de la eucaristía, en el perdón de los pecados, en la dirección y la edificación de las comunidades.

En el círculo del primitivo apostolado surgieron (tal como se descubre a la luz de una reflexión sobre los hechos históricos contemplados en perspectiva teológica) los servicios y los ministerios de los presidentes (1Tes 5,12; Rom. 12,8; 1Cor 12,28), los ministerios de los «obispos y los diáconos» (Flp 1,1; 1Tit 3,2; Tit 1,7), de los dirigentes (Heb 13,7.17.24) o de los «presbíteros que ejercen bien su cargo... y se afanan en la predicación y la enseñanza» (1Tim 5,17).

El elemento que determina la esencia y la base del ministerio de los presbíteros epíscopos es su actividad por el poder del Espíritu Santo, en nombre de Cristo, pastor de la Iglesia o Primer Pastor (Hch. 20,28; 1Pe 5,4) de pastorear la Iglesia  por medio del evangelio (Hch. 11,30; 15,2; 16,4; 20,17, 21,8; Sant 5,14; 1Tim, 5,17.19; Tit 1,5; 1Pe 5,1-4) y de incitar a «volverse al pastor y obispo de vuestras almas» (1Pe 2,25 ). El servicio de reconciliación y de predicación de los apóstoles se hace «en lugar de Cristo» (2Cor 5,20). A los titulares de la comunidad se les puede considerar «colaboradores de Dios en el edificio de Dios que es la Iglesia» (1Cor 3,9). Como servidores de Cristo Jesús, son «administradores de los misterios de Dios» (1Cor. 4,1 ).

Según el testimonio bíblico, fueron los propios apóstoles quienes organizaron , la transición de la primera Iglesia a la Iglesia postapostólica (Tit 1,5). La transición se produjo mediante el acto específico de la imposición de las manos y la oración de súplica por la venida del Espíritu Santo y describe con mayor detalle el ministerio desde el poder de este Espíritu. El rito de la imposición de las manos está enraizado en la tradición bíblica total y señala la transmisión del espíritu y del poder de Dios a los dirigentes ya los ancianos del pueblo de Dios (Núm. 8,10; 11,16s.24s.; 27,18.23; Dt. 34,9).
Al rito de la instalación en el cargo mediante la imposición de las manos y la oración (Hch. 6,6; 14,23; 15,4; 1Tit 4,14; 2Tit 1,6), heredado de los apóstoles y los presbíteros ( o respectivamente de los testigos bíblicos y post-bíblicos de la tradición conocida como apostólica) le aplicó Tertuliano la denominación técnica de ordinatio. También Cipriano llamó ordenación ala investidura sacramental en el cargo.

Su efecto es un don (carisma) del Espíritu Santo que confiere la potestad espiritual de ejercer el ministerio (cf. 1Tim 4,14: «No dejes de cuidar el don que hay en ti y que mediante intervención profética se te confirió por la imposición de las manos»; 2Tit 1,6: «... te insisto en que re avives ese don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos...»).

Este carisma no confiere, en sentido profano, el poder que ejerce un superior sobre sus súbditos. No se está hablando aquí del poder que detentan los señores del mundo, sino de un servicio que debe prestarse en nombre de Cristo (cf. Mt 23,9-11). La potestad conferida en la ordenación presta a las acciones simbólicas realizadas en nombre de Cristo una eficacia que procede de Dios y tiene consistencia, ante él. A los titulares de ministerios se les transfiere en especial el poder de «atar y desatar» (Mt 16,19; 18,18), es decir, de perdonar los pecados por el poder recibido del Espíritu Santo (Jn 20,22s.), de predicar en todos los rincones de la tierra el evangelio y de llamar a los hombres a convertirse, mediante el bautismo, en discípulos de Jesús (Mt 28,19), de celebrar la eucaristía (1Cor 11,26; Hch. 20,11), por la que se edifica la Iglesia como comunión, y de desempeñar el ministerio de dirección, en el que se manifiesta el cuidado pastoral de Cristo por su Iglesia (Hch. 20,28; 1Pe 5,1-4).

Desarrollo histórico
El sacramento del orden según Hipólito

Hipólito ofrece un primer testimonio global de la liturgia de la ordenación. Su Traditio apostolica, redactada en los primeros años del siglo III, es el exponente de una tradición que se remonta hasta muy atrás en el siglo II y cuyo rito nuclear puede rastrearse incluso en los escritos de la última etapa neotestamentaria.

Es el obispo quien instituye a los obispos, presbíteros y diáconos. A él le compete en exclusiva la administración de la consagración sacramental. Los candidatos a titulares de ministerios, seleccionados mediante elección y aprobación del pueblo, son presentados al obispo, consagrados por él mediante la imposición de las manos y la oración de súplica de la venida del Espíritu e instalados en su  cargo: Elección de obispos y diáconos destinados a ejercer el servicio sacerdotal de los profetas y los mártires; sin mencionar un rito de institución).

Los obispos de las Iglesias locales son ordenados por los obispos de las Iglesias vecinas. La oración de la consagración se dirige a Dios Padre ya su Hijo, Jesucristo, que ha enviado el Espíritu del Padre a los santos apóstoles, quienes han fundado la Iglesia en todos los lugares como su santuario para la glorificación y la alabanza incesante de su nombre. El candidato es elegido para el ministerio episcopal de pastorear al pueblo de Dios (Hch. 20,28; 1Pe 5,2s.; Ez. 34,11-16), de servir a Dios noche y día como sumo sacerdote y de presentar las ofrendas de la santa Iglesia. El candidato a obispo, «sobre el que se ha derramado el poder del Espíritu de dirección» recibe, «a través del espíritu sacerdotal, la potestad, de acuerdo con la divina instrucción, de perdonar pecados, según el ordenamiento divino, de adjudicar los ministerios y, en virtud de la potestad que Dios ha concedido a los apóstoles», de «liberar de todas las cadenas...».

Los sacerdotes ordenados por el obispo (con la participación del presbiterio, en señal de comunión) reciben, mediante la imposición de las manos y la oración, «el espíritu de la gracia y del presbiterio», de modo que, en comunión con el obispo, pueden desempeñar los servicios salvíficos esenciales confiados al episcopado (salvo la potestad de la ordenación).

El diácono es ordenado por el obispo «para que esté a su servicio».
Cuando en los siglos VIII y IX se introdujo en la liturgia de la ordenación, en el ámbito de las Iglesias galicanas, y siguiendo el modelo paleotestamentario, la costumbre de la unción, ya partir del siglo X, la entrega de los objetos litúrgicos, surgió la pregunta de qué elementos pertenecen a la esencia misma y cuáles otros sólo a la especial solemnidad del rito de la ordenación. Como ya se ha indicado antes, Pío XII, en 1947, estableció que el elemento constitutivo material del signo sacramental es la imposición de las manos.

El obispo como ministro del orden y representante de su unidad

Es indudable, de acuerdo con los testimonios patrísticos, que al obispo le compete el grado o nivel supremo del orden sacramental. Fue tenida por herética la opinión del arriano Aerio de Sebaste, en el siglo IV, que negaba la diferencia dogmática y la superioridad del obispo (Epifanio de Salamina, Agustín).

Desde otros supuestos, Jerónimo afirmaba que en la época neotestamentaria apenas existen diferencias entre el presbiterado y el episcopado. Las desigualdades entre ambos se deberían más a decisiones eclesiásticas que a disposición divina. El Ambrosiaster y Juan Crisóstomo hablan también de una gran proximidad entre los dos ministerios, que constituyen el único sacerdocio: todo obispo es presbítero, aunque no todo presbítero es obispo. En todo caso, se admitía sin discusión que sólo el obispo puede administrar válida y lícitamente el sacramento del orden: «El presbítero sólo posee, en efecto, la capacidad de recibir el Espíritu, pero no la potestad de dispensarlo. Por tanto, no puede ordenar a otros clérigos. Sella (mediante la imposición de las manos) la ordenación del sacerdote, pero sólo el obispo ordena» (Hipólito).

Tuvo importantes repercusiones históricas la distinción de Beda el Venerable,  entre el obispo y el presbítero. Según él, los obispos están prefigurados en los 12 apóstoles y los presbíteros en los 72 discípulos (Lc 10,1). La posición teológica y exegética de una diferencia mínima entre el episcopado y el presbiterado, asumida sobre todo por la tradición canonista de la Escolástica, contaba con el apoyo del escrito pseudojeronimiano De septem ordinibus y de Isidoro de Sevilla.

En estas ideas se basaba la opinión teológica de que el papa podría, en virtud de la potestad apostólica, conferir a un simple sacerdote (sin necesidad de la ordenación episcopal) el poder de ordenar que posee ya de forma latente (potestas ligata). En este contexto surgían las preguntas relativas al fundamento propio ya la significación de ciertos privilegios de ordenación otorgados a personas que no habían alcanzado el orden del episcopado. Así, por ejemplo, el papa Bonifacio IX el año 1400 (DH 1145s.) y el papa Inocencio VIII en 1489 (DH 1435) concedieron a los abades la potestad de ordenar diáconos.
 El papa Martín V había otorgado en 1427 esta potestad a ciertos abades para la ordenación de presbíteros (DH 1290). ¿Constituye la concesión de estos privilegios una prueba de que aunque el obispo es ciertamente el ministro ordinario del sacramento del orden, el simple presbítero puede ser ministro extraordinario? Si la potestad de ordenación no está originariamente vinculada al ministerio episcopal, la Iglesia podría, en principio, renunciar al episcopado y el papa podría dirigir, como obispo único ya través de los sacerdotes, tanto a la Iglesia universal como a las Iglesias locales.
Pero como el episcopado es de derecho divino, y el papa no puede suprimirlo (DH 3051,3061), los mencionados privilegios han de ser tenidos por casos excepcionales «sumamente discutibles», que deben interpretarse desde la regla de la tradición eclesiástica, y no a la inversa. No puede cuestionarse la práxis, por otra parte clara y patente, del convencimiento de la Iglesia de que el obispo es, por derecho divino, el único ministro de la ordenación de los obispos y presbíteros.

Buenaventura y Tomás de Aquino, enseñan que sólo al obispo le compete, por autoridad divina, la potestad de ordenar. El papa no puede concedérsela a un simple sacerdote mediante un acto extrasacramental.
La Escolástica hizo suya la posición agustiniana de la eficacia objetiva de los sacramentos. Según esta opinión, a la cuestión, todavía controvertida en la Iglesia antigua, de si la ordenación administrada por un obispo hereje o cismático o recibida por un cismático o un hereje es válida, se le daba la siguiente respuesta: Una ordenación en estas condiciones es ilícita según el derecho eclesiástico, pero en la dimensión del orden sacramental está válidamente administrada o recibida. Para la validez se presupone, por lo demás, la intención de hacer lo que en este signo sacramental hace la Iglesia (cf. sobre este punto la declaración de León XIII, en 1896, acerca de la invalidez de las ordenaciones anglicanas: DH 3315-3319). No deben, pues, recibir de nuevo la ordenación los obispos, sacerdotes y diáconos válidamente ordenados fuera de la Iglesia, cuando entran en comunión plena con la Iglesia católica.

La definición escolástica de la esencia del sacerdocio, exclusivamente entendida desde la potestad de consagrar la eucaristía, provocó un fuerte desplazamiento de acentos. Aquí, en efecto, es cuestión difícil ver en qué se apoya la afirmación de la sacramentalidad específica del episcopado. La consagración episcopal no confiere más poderes respecto de la eucaristía (corpus Christi mysticum), aunque sí respecto de la dirección de la Iglesia (corpus Christi verum). De donde se sigue que la ordenación episcopal otorga al obispo sólo nueva dignidad, añadida a la del sacerdocio (Pedro Lombardo; Buenaventura).
 En este sentido, también Tomás de Aquino declaraba: «Como en lo que atañe a la eucaristía, el obispo no tiene ningún poder superior al de un simple sacerdote, el episcopado no es un grado específico (ordo) propio. Puede entendérsele como ordo propio en cuanto que capacita para un ministerio (officium) que supera al sacerdocio en lo referente a la potestad (potestas) para desempeñar actividades jerárquicas en el ámbito de la Iglesia».

Juan Duns Escoto se opuso, con razón, a la opinión de Alberto Magno que establecía una diferencia meramente jurídica entre el presbiterado y el episcopado. Escoto argumentaba que, de ser así, el papa podría suprimir el poder episcopal y quedar sólo él como único obispo. y esto está, como ya se ha dicho, en contradicción con la doctrina de la existencia del episcopado en la Iglesia por derecho divino.
El receptor del sacramento del orden

Sólo pueden recibir el sacramento del orden los miembros bautizados de la Iglesia declarados dignos de ello de acuerdo con las condiciones de admisión. Otra característica vinculada a este sacramento (en cuanto señal del enfrente de Cristo, como cabeza y esposo de la Iglesia y de la Iglesia como su cuerpo y su esposa) es que sólo pueden recibirlo válidamente los candidatos masculinos. Las mujeres no pueden ejercer ministerios en la Iglesia que requieran la ordenación sacerdotal (LG 33).

En la primitiva Iglesia a veces se consideraba al diaconado como parte del clero (concilio de Calcedonia, canon 15) y otras veces no (concilio de Nicea, canon 19; Epifanio de Salamina. En todo caso, las diaconisas no ejercieron las funciones litúrgicas de los diáconos. Epifanio de Salamina menciona, que la secta de los montanistas admitía a las mujeres en el orden del presbiterado y del episcopado.

Invocando la voluntad institucional de Cristo y la práxis clara y unánime de la Iglesia, el papa Juan Pablo II declaraba en la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, de 1994: «Para que queden eliminadas todas las dudas respecto a esta importante materia, que afecta a la constitución divina de la Iglesia, declaro, por el poder de mi ministerio de confirmar a los hermanos (cf. Lc 22,32), que la Iglesia no tiene potestad para conceder la ordenación sacerdotal a las mujeres y que todos los fieles de la Iglesia están obligados a aceptar esta sentencia como definitiva.

La crítica de la Reforma a la concepción católica del sacramento del orden

La crítica reformista al orden no se limita a algunos aspectos concretos, ni a determinados abusos o anomalías en el ejercicio del sacerdocio, sino que afecta al fundamento dogmático del ministerio sacerdotal. El trasfondo está configurado por la doctrina de la justificación por la sola fe y la sola gracia, por medio del Dios único y el único mediador Cristo. Se rechaza, por tanto, la concepción de la misa entendida como sacrificio ofrecido por sacerdotes y mediadores humanos para conseguir la reconciliación con Dios y la participación en la gracia. El ministerio eclesial habría sido en sus orígenes un servicio a la palabra y al sacramento, que más tarde se pervirtió al convertirse en un ministerio sacerdotal satisfactorio. Según esto, los sacerdotes católicos se imaginarían que podían presentar a Cristo, como víctima y como buena obra, al Padre, en vez de aprender que el hombre sólo puede recibir la gracia de Dios en la fe. Por donde se advierte que en la concepción del ministerio episcopal y sacerdotal y de la potestad de consagración de Lutero subyace una semántica pagana.

En el gran escrito polémico De la cautividad babilónica de la Iglesia, del año 1520, niega Lutero que Cristo haya instituido el sacramento del orden. Y como la Iglesia es creatura verbi, no puede elevar por sí sola a la categoría de sacramento ciertos usos, como la unción para el sacerdocio o la entrega de los objetos del culto. Una de las consecuencias de esta invención humana del sacramento del orden sería, según Lutero, «la vergonzosa tiranía de los clérigos sobre los laicos». De pastores de la Iglesia habrían pasado a lobos; los clérigos están más interesados en las ventajas mundanas y en su poder personal que en el servicio desinteresado a la palabra y el sacramento. Se hacía, pues, indispensable, desenmascarar la doctrina del ministerio sacerdotal y descubrir su verdadero rostro de ideología de dominio.

Al invocar el carácter indeleble, que da a la diferencia entre los sacerdotes y los seglares una fundamentación ontológica, la Iglesia se habría pervertido de verdadera comunión de los santos en comunidad de superiores y súbditos. Y esto está en contradicción con el evangelio, según el cual todos somos hermanos en la fe, bajo la única palabra de Dios. Los titulares no pueden reclamar para sí la exclusiva de la posesión del sacerdocio, porque todos los bautizados pertenecen al reino del sacerdocio real (1Pe 2,5.9).

El sacerdocio general suprime todo tipo de diferencias entre los sacerdotes y los laicos. Este sacerdocio contiene una inmediatez personal con la palabra justificadora de Dios en la fe, así como la vocación de todos los cristianos a ser hermanos en la fe, en virtud del confortamiento del evangelio, a ser consoladores y «mediadores» de la palabra del perdón de los pecados. Lutero enseña que todos los bautizados tienen, en cuanto sacerdotes, «el mismo poder en la palabra de Dios y en los sacramentos».

Ciertamente, el sacerdocio general debe ser ejercido de acuerdo con el ordenamiento de la comunidad. No es, por tanto, competencia de cada individuo, sin más, predicar en público, enseñar, bautizar o dirigir la celebración de la cena como presidente de la comunidad, etc. Para conseguir la edificación ordenada de la comunidad, Cristo mismo ha entregado a la Iglesia un ministerio de predicación y el poder de las llaves. y este ministerio sólo lo puede desempeñar quien ha sido rectamente llamado (rite vocatus) y encargado por la comunidad y (o) por los titulares de ministerios (Lutero).

En este sentido, puede decirse que la entrega o transmisión de un ministerio es «sagrada ordenación». Por ella se es llamado al servicio de la palabra en virtud de la autoridad de Cristo. Se perfila, pues, en el campo de la proclamación de la palabra, un enfrente de la autoridad de Cristo y del oyente humano del evangelio que tiene su reflejo en el enfrente del párroco y los que escuchan su predicación. El ministerio parroquial sería, por tanto, un ministerium verbi.

El rito para el nombramiento de dirigentes de las comunidades y de predicadores no es, según Lutero, un sacramento que los sitúe esencialmente por encima de los laicos, sino que significa simplemente una llamada divina para el servicio público y eficaz de la proclamación del evangelio y de los ejercicios sacramentales de la palabra en el bautismo, la cena y la absolución.

Lutero se atuvo firmemente a estos principios también en los años posteriores, cuando, para rechazar las ideas de los exaltados, fundamentó con mayor énfasis el ministerio «desde arriba», es decir, desde la representación de Cristo. En el formulario de ordenación por él mismo redactado, la describe como la confirmación pública de los candidatos presentados por la comunidad, los titulares de ministerios o las autoridades civiles.
Si se entiende el ministerio exclusivamente como servicio a la palabra de la justificación ya la edificación de la comunidad eclesial, desaparecen todos los fundamentos objetivos en favor de una diferencia dogmática entre el obispo y el presbítero, aunque puedan reservársele al primero, por derecho humano, determinadas funciones.

«Pues donde hay recta Iglesia, hay también el poder de elegir y ordenar servidores de la Iglesia, de modo que en caso de necesidad un simple laico puede absolver a otro y puede convertirse en su párroco». Se afirma asimismo que «por derecho divino no existe ninguna diferencia entre el obispo y el párroco».

La ordenación significa llamada (vocatio). La misión efectiva se produce por medio de Cristo, y la consagración para el ejercicio del ministerio señala una comunicación del Espíritu Santo.
En la apología de la Confessio Augustana se enumera el orden entre los sacramentos, pero bajo el supuesto de que se entienda este ministerio no como sacerdocio sacrificial sino como servicio a la palabra y al sacramento. No es, además, un sacramento de la misma categoría que el bautismo, la cena y la absolución. El orden se distingue esencialmente de estos dos últimos porque le falta la promesa (promissio) del perdón de los pecados.

Calvino asumió la crítica básica de Lutero a la concepción católica del sacramento del orden. Pero en un cierto sentido lo enumera entre los sacramentos extraordinarios, ya que a la imposición de las manos de los apóstoles ya la vocación de los pastores, doctores, presbíteros y diáconos no les puede faltar la promesa del Espíritu. La ordenación es una señal eficaz de la institución en el cargo. Siguiendo el modelo apostólico, la función de ordenar no les compete, según Calvino, a los fieles, sino a los pastores.

La doctrina de la sucesión apostólica de los obispos desaparece en la Reforma. Según la concepción católica, esta sucesión es una señal sacramental eficaz constitutiva de la unión de la Iglesia con su origen apostólico y con la communio ecclesiarum. A tenor de las ideas protestantes, debería resituarse hoy día el concepto de sucesión apostólica en perspectiva ecuménica como un elemento útil para la unión de la Iglesia y para la vinculación con los orígenes apostólicos (Documento de Lima, 1982).

Afirmaciones del Magisterio

La doctrina del concilio de Trento sobre el sacramento del orden

En su sesión 23 (1563), el concilio de Trento reaccionó frente alas dudas que la Reforma arrojaba sobre el ministerio sacramental con cuatro capítulos doctrinales y ocho cánones (DH 1763-1778). No hay en su exposición planteamientos nuevos, ni tampoco una clarificación hermenéutica de los conceptos básicos de «sacerdocio» y «sacrificio». Como idea rectora para la descripción de la esencia del sacerdocio se recurrió ala definición escolástica del sacramento del orden, es decir, a la potestad de consagrar la eucaristía y de perdonar los pecados en el sacramento de la penitencia. Por consiguiente, el verdadero punto de orientación para la teología del sacerdocio lo constituye el presbiterado.

En el capítulo 1 (y en el canon 1) se enseña como verdad de fe la institución divina de un sacerdocio sacramental visible de la nueva alianza. y como la eucaristía es un sacrificio sacramental y visible por el que no es que el hombre reconcilie a Dios consigo, sino por el que Cristo actualiza su sacrificio expiatorio en la cruz (cf. el Decreto sobre el santísimo sacrificio de la misa, DH 1740), ha sido el mismo Cristo quien ha otorgado a los apóstoles ya sus sucesores (los obispos y los presbíteros) la potestad de actuar como sacerdotes (DH 1764,1771).
El capítulo segundo retorna la doctrina medieval de los siete grados o niveles del orden, aunque sin describirlos con detalle, sobre todo en lo que respecta a los grados inferiores. Tiene importancia determinante que se diga que a la estructura articulada de la Iglesia le corresponde también la articulación del ministerio (DH 1765). El canon 2 lanza el anatema contra quien dijere que fuera del sacerdocio (de los presbíteros) no hay otros órdenes mayores o menores (DH 1772).

En el capítulo 3 se establece que el orden es un signo salvífico propio y verdadero, que forma parte de los siete sacramentos (DH 1766). El canon 3 confirma que no se trata sólo de un rito externo para elegir a los servidores o ministros de la palabra y el sacramento, sino de un sacramento verdadero, instituido por Cristo (DH 1773) que -de acuerdo con el canon 4- da el Espíritu Santo (DH 1774). Quien ha recibido este sacramento válidamente de un obispo no puede ya volver al estado laico, porque está marcado con un sello indeleble que es el fundamento permanente del poder de consagración (DH 1767). En el canon 5 se confirma la práctica de la unción usada en la Iglesia para la consagración, en contra de quienes la juzgan despreciable y perniciosa (DH 1775). Pero esto no significa que dicha unción sea un elemento constitutivo del signo material. Simplemente, se defiende la costumbre de utilizar la unción como signo (explicativo).

 El capítulo 4 y los cánones 6, 7 y 8 tratan del orden eclesial sacramental, es decir, de la jerarquía. Quien niegue la existencia por disposición divina- del orden ministerial sacramental y de su ejercicio en los grados o niveles de obispos, presbíteros y ministros (diáconos), y afirme que «todos los cristianos son indistintamente sacerdotes del Nuevo Testamento o que todos están dotados de potestad espiritual igual entre sí» cae bajo el anatema (DH 1767,1776).

Los obispos son sucesores de los apóstoles y han sido instituidos por el Espíritu Santo (DH 1768). Ni el pueblo ni las autoridades civiles tienen autoridad para instituir obispos y sacerdotes, ni para declarar válida o inválida la ordenación, ni para rechazar «como legítimos ministros de la palabra y del sacramento» a los que proceden de otras partes (DH 1768,1777). En el canon 8 se castiga con el anatema a quienes negaren el episcopado sacramental a los obispos designados por el papa o afirmaren que se trata de una creación humana (DH 1778).

El canon 7 destaca la diferencia esencial entre el obispo y el presbítero. Esta diferencia se manifiesta en el hecho de que no poseen la misma potestad de con- firmar y ordenar, ni los presbíteros la tienen en común con los obispos. Los obispos, en cuanto sucesores de los apóstoles, son puestos en su cargo por el Espíritu Santo para dirigir la Iglesia de Dios. Son superiores a los presbíteros, porque tienen una potestad diferente, cuyo ejercicio no compete a los situados en niveles inferiores (DH 1768).

El hecho de que, con autorización pontificia, los simples sacerdotes puedan administrar la confirmación no supone contradicción con lo anterior ni les convierte automáticamente en ministros extraordinarios del sacramento del orden. La confirmación busca, en efecto, la salvación personal, mientras que el sacramento del orden se orienta a la ordenación y la edificación de la Iglesia, para las que el obispo tiene propia e inmediata potestad.

En la teología posterior al concilio de Trento se discutieron de forma especial algunas concretas cuestiones históricas: la costumbre de la Iglesia alejandrina del siglo II de elegir por aclamación al obispo de entre el grupo de los presbíteros; el tema de si los corepíscopos (= obispos de las Iglesias rurales dependientes de una metrópoli) eran verdaderos obispos o simples sacerdotes que administraban las órdenes en virtud de una potestad pontificia; el problema de los privilegios para conferir órdenes concedidos por algunos pontífices en la Baja Edad Media.

La constitución apostólica Sacramentum ordinis de Pío XII establece que el obispo, el presbítero y el diácono son diferentes niveles o grados del sacramento del orden.


La doctrina del II concilio Vaticano

El II concilio Vaticano acertó a desarrollar la doctrina del sacramento del orden en el contexto de la eclesiología comunión y sin acentos polémicos contrarreformistas. La Iglesia es en Cristo el sacramento por el que el Señor exaltado realiza el reino de Dios y por el que ejerce su ministerio de mediación real, sacerdotal y profética (LG 1). Forma parte de la esencia sacramental de esta comunión sacerdotal eclesial hacer visible, a través de señales o símbolos, la primacía de Cristo y su enfrente respecto de la comunidad. y así, el servicio sacerdotal de la Iglesia es ejercido por esta misma Iglesia como cuerpo de Cristo, pero no menos por Cristo, en cuanto cabeza y origen permanente de la misión salvífica eclesial (LG 10). De donde se sigue que el sacerdocio jerárquico ejercido en la persona de Cristo, la cabeza sacerdotal, se distingue del ejercido por todos los fieles.

El ministerio sacramental hunde sus raíces en la potestad espiritual y en la misión de los apóstoles y de sus sucesores, los obispos (LG 20). Mediante la consagración episcopal se transfiere la plenitud de este sacramento. Por eso el obispo puede ser principio y fundamento de la unidad de la Iglesia local y de la communio con los restantes obispos de la Iglesia universal.

«La consagración episcopal confiere la plenitud del sacramento del orden ... Según la tradición... es cosa clara que con la imposición de las manos y las palabras consagratorias se confiere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el sagrado carácter, del tal manera que los obispos en forma eminente y visible hagan las veces de Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y obren en su nombre» (LG 21).

Los presbíteros, en comunión con el obispo, comparten las funciones fundamentales (salvo el poder de ordenar), el ministerio pastoral supremo (dirección de la Iglesia local) y la potestad doctrinal autorizada del magisterio ordinario y extraordinario de la Iglesia. Lo esencial, con todo, es que, en virtud de su poder espiritual, los sacerdotes actúan en la persona de Cristo, cabeza de la Iglesia (LG 28; PO 2).

En la ordenación de los diáconos, los ordenados reciben, mediante la imposición de las manos y la oración del obispo, «gracia sacramental» (LG 29). Queda, pues, fuera de discusión la sacramentalidad del diaconado.

El Decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos (CD) y el Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros (PO) desarrollan algunos aspectos concretos de la temática básica de la Constituci6n dogmática sobre la Iglesia (LG).
Entre las aclaraciones esenciales, relevantes también para el diálogo ecuménico, pueden mencionarse las siguientes:

1.      La relación entre los laicos y los titulares del ministerio espiritual no se deriva de una supremacía o de una subordinación socio-política ni ha sido impuesta mediante ley por motivos de conveniencia o de utilidad. La unión se desprende de la común participación en la misión salvífica única de la Iglesia. La diferencia es el resultado de la diferente delegación recibida y, por consiguiente, de los distintos poderes y funciones que ello implica y que, una vez más, están vinculados ala sacramentalidad de la Iglesia ya la distinción entre «Cristo como cabeza y como cuerpo de la Iglesia».

2. Ha de insistirse en la unidad del sacramento del orden, que es ejercido en los tres niveles del episcopado, el presbiterado y el diaconado.

2.      La calificación de la Iglesia como comunidad sacerdotal y la denominación de las funciones específicas de obispos y sacerdotes (junto al ministerio doctrinal y pastoral) no procede de una asunción de las concepciones paganas sobre los sacrificios y el sacerdocio. Aparece aquí una dimensión específicamente cristológica y pneumatológica del ministerio apostólico y espiritual por medio del cual ejerce Cristo su propio servicio salvífico sacerdotal en la liturgia de la Iglesia, y especialmente en los sacramentos.

Ha podido comprobarse, finalmente, que la controversia reformista-católica en torno a la intelección del sacerdocio como servicio de mediación carecía de sentido. Según la concepción católica, ningún titular humano es, como sacerdote, mediador en el sentido de causa de la salvación. Es servidor de Cristo, único que produce la salvación:

«A los sacerdotes... de la nueva alianza se les puede llamar mediadores entre Dios y los hombres en cuanto que son servidores del verdadero mediador, en cuyo lugar ofrecen a los hombres los sacramentos que aportan la salvación» (Tomás de Aquino: «Por tanto, ejercen el servicio de mediador).

 Punto de partida dogmático del sacerdocio ministerial en una eclesiología de comunión

No puede construirse arbitrariamente la idea básica del sacramento del orden partiendo, por ejemplo, de los tres ministerios de Cristo como maestro, sacerdote y pastor/rey, o de la doctrina medieval sobre la potestad, que definiría al sacerdote exclusivamente desde la potestad de consagrar, o a base de arrebatarle a una esfera sacra que le separa y aleja del mundo profano y laico.

1.      Es determinante una eclesiología que entienda a la Iglesia como sacramento y communio. En este contexto puede establecerse una conexión con la eclesiología paulina: con la edificación interna de la Iglesia mediante los servicios, carismas y operaciones que le confieren Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo (Rom 12; 1Cor 12). El ministerio se fundamenta en Cristo y está internamente determinado por el don del Espíritu. Representa y organiza la unidad de la comunidad en la multiplicidad de los carismas. El carisma del ministerio sacramental consiste en la dirección de la comunidad: promueve y desarrolla las diferentes tareas y servicios. Así es como ejerce el sacerdote el servicio de Cristo, Señor y cabeza de su Iglesia. La naturaleza de Cristo como cabeza de su Iglesia consiste, en efecto, en que es su fuente, su origen y su vínculo de unión. El ministerio actúa como representación sacramental de la función de Cristo en cuanto cabeza en su cuerpo, la Iglesia.

Para desempeñar este ministerio se necesita, además de la fundamentación del ser cristiano en el bautismo y la confirmación, una autorización específica, que se obtiene en la ordenación. La gracia otorgada en el orden no se orienta preferentemente a la santidad personal, sino a la edificación de la Iglesia mediante el servicio de la palabra y de los sacramentos, es decir, a la santificación de los hombres y como la eucaristía es, ya desde los primeros testimonios de la cristiandad primitiva (1Cor 10,17), la condensación sacramental de la unión de la Iglesia en sus II miembros concretos y con Cristo, su cabeza, le corresponde, justamente al ministerio de la unión, la presidencia de las celebraciones eucarísticas. Por donde se advierte que la conexión entre el sacerdocio sacramental y la celebración de la eucaristía no es una constatación simplemente positivista (con el propósito de legitimar el poder), sino que brota interna y orgánicamente desde la realización vital entendida como unidad de sentido de la Iglesia de Cristo, por quien está capacitada para llevar a cabo su misión.

Aunque la Iglesia se caracteriza por la unión con Cristo fundamentada en la encarnación, no se distingue menos por su permanente diferencia respecto a Cristo. También esta diferencia está expresada en la referencia mutua del presidente de la comunidad con los fieles.

2.      Si la Iglesia, como un todo, es el sacramento de la salvación del mundo, debe ser entendida como actualización de la palabra de la promesa de Dios que, pronunciada en el curso de la historia, se va implantando victoriosamente y se ha hecho en Jesucristo realidad corpórea. La posibilidad de pronunciar esta palabra fundamental de la promesa aparece en las diferentes situaciones de la vida humana, especialmente en la celebración de la muerte y resurrección de Jesucristo. y aunque es , indudable que algunas funciones de este servicio de la palabra pueden transferirse a otras personas fuera del ministerio sacramental (profesores de religión, catequistas), no por eso se elimina la necesidad de un ministerio que se cuide específicamente de este servicio, sobre todo en el contexto de la celebración de la eucaristía.

Este servicio de la palabra afecta a la existencia personal del sacerdote. La palabra de la salvación no puede resultarle una actividad extrínseca: no es un funcionario de la palabra (K. Rahner).

3.      La idea del ministerio sacramental puede exponerse también, y con mayor amplitud, bajo el prisma de la misión apostólica. El punto de partida es aquí la llamada de los discípulos llevada a cabo por Jesús, cuya existencia total está ya a su vez determinada por la misión que le ha confiado el Padre y que él transfiere a los apóstoles. Por consiguiente, la esencia íntima del apostolado consiste en una relación personal con Jesús análoga a la relación de misión que se da entre Jesús, el Hijo, y el Padre (Jn 20,22s.). Así, pues, el ministerio sacerdotal no se deriva de las necesidades sociológicas de una institución o de una asociación religiosa, sino de una relación personal de misión. y por eso el presbítero es, en su propia persona, representante de Cristo.

 «Los presbíteros, ejerciendo, según su parte de autoridad, el oficio de Cristo, Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del obispo, a la familia de Dios, con una fraternidad alentada unánimemente, y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu» (PO 6).
De donde se sigue que la esencia de esta autoridad espiritual tiene poco que ver con lo que en otros contextos se denomina poder, ministerio, cargo o jurisdicción. Aquí se trata de la exposición pública de la fuente cristológica de la realidad salvífica total tal como es presentada por la Iglesia, (J. Ratzinger).

4.      Es de fundamental importancia el punto de vista de que Dios quiere la salvación de todos los hombres. Lo pone en práctica en su Hijo hecho hombre y lo actualiza en el Espíritu Santo. De donde se deriva la actualización permanente de la salvación en Cristo y en el Espíritu bajo la modalidad sacramental: la Iglesia es, como un todo, sacramento de la salvación para el mundo. En la dimensión sacra- mental de la Iglesia debe expresarse también, simbólicamente, que sólo Cristo es la fuente permanente y el origen de toda la vida eclesial, tanto en lo referente a su misión como a su realización comunitaria. y esto equivale a decir que este predominio de Cristo como cabeza de la Iglesia tiene su manifestación en el ministerio apostólico.

El apóstol pone bien en claro esta preeminencia en las comunidades por él fundadas. Él es sólo un representante de Cristo: «Hacemos de embajadores en nombre de Cristo, siendo Dios el que por medio de nosotros os exhorta» (2Cor 5,20). Por tanto, se perfila entre el apóstol y la comunidad una relación constitutiva de la Iglesia que es irreversible y que adquiere en la celebración eucarística una peculiar intensificación (cf. 1Cor 3,9: «Somos colaboradores con Dios; y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios»).

De todo ello se le sigue al ministerio un ejercicio específico del servicio de salvación de Cristo en el cumplimiento de las actividades básicas de la martyria, la leiturgia y la diakonia, que se distingue de las actividades llevadas a cabo por los laicos en virtud de la misión sacerdotal y profética de la Iglesia (LG 9-12). Pero titulares de ministerios y laicos se encuentran unidos en el común ejercicio del servicio profético y sacerdotal de Cristo: «Está presente (Cristo) en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro... sea sobre todo bajo las especies eucarísticas.

Está presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra... Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: "Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20). Con razón, entonces, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella, los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (SC 7).


MATRIMONIO



El Matrimonio en el testimonio bíblico

1.      En los relatos paleotestamentarios de la creación, los autores (J/P) desbordan la práctica matrimonial concreta de su tiempo y se remontan hasta la voluntad originaria del Creador y el orden de la creación todavía no perturbado por el pecado. Estas narraciones ponen en duda o relativizan la relación hombre mujer tal como era entendida en el esquema del derecho y de las costumbres patriarcales, la poligamia, el divorcio, la posibilidad de repudiar al cónyuge y el establecimiento de impedimentos matrimoniales especiales.

En el canto a la creación yahvista destaca claramente la referencia personal. mutua, en igualdad de condiciones, del varón y la mujer. Sólo la mujer tomada de Adán y creada a partir de él es su réplica adecuada y sólo ella puede ser su enfrente personal en «ayuda» mutua (Gen 2,18; no se alude aquí a una sirvienta personal, sino ala referencia intersubjetiva de la persona como principio de su plena realización). El hombre, que reconoce en la mujer la común naturaleza humana y la igualdad personal («carne de mi carne»), deja a su familia de origen y se une a su mujer, de modo que ambos son «una carne», es decir, una comunión de vida, de amor y de cuerpo (Gen 2,24).

En el canto a la creación sacerdotal se dice que el ser humano ha sido creado bajo las modalidades de varón y mujer a imagen y semejanza de Dios. La referencia intracreada de ambos en el matrimonio es, por tanto, señal de la referencia de , todos los hombres a Dios. Al varón ya la mujer, en su comunión personal, se les han dado los dones y las tareas de la fecundidad, de la posesión de la tierra y de la responsabilidad por el mundo. Esta comunión cuenta con la protección de la bendición y la palabra de la promesa de Dios (Gen 1,27s.).

De los escritos recientes del Antiguo Testamento se desprende que la bendición de Dios al amor personal entre el varón y la mujer tiene su reflejo en la gratitud del hombre a Dios por el don del matrimonio y en la vida matrimonial que busca glorificar a Dios (cf. Tob 8,4-9).

El matrimonio no se fundamentaba, en su estado originario, en el simple orden natural. Como ya se ha apuntado antes, fue, como realidad creada, alusión simbólica al origen del hombre en Dios y, al mismo tiempo, medio en el que Dios bendice a su creación. Como comunión de vida humana, representaba simbólicamente la comunión de vida humano-divina. El matrimonio expresaba la unidad originaria de naturaleza y gracia, de creación y alianza.
La pérdida de la originaria comunión con Dios acarreó sobre el matrimonio la maldición y la penosa carga de la gracia perdida. Así lo expresa claramente la «sentencia de condena» pronunciada contra el varón y la mujer (Gen 2,25-3,24).

2.      En el Nuevo Testamento se inserta al matrimonio en el proceso histórico-salvífico de la redención del hombre y del restablecimiento de la unidad originaria de alianza y creación, de naturaleza y gracia. A la luz del acontecimiento de Cristo se descubre de nuevo la constitución originaria del matrimonio. Está internamente marcado por la nueva alianza de Dios con su pueblo no tiene nada de casual que ya la alianza paleotestamentaria de Dios con Israel fuera descrita con la imagen del amor del esposo y la esposa (Mal 2,14; Prov. 2,17) o que, respectiva- mente, se execrara la incredulidad del pueblo y su infidelidad a la alianza como adulterio (Ex 20,14; Os 1,2).

La Iglesia como nuevo pueblo de la alianza tiene su origen en la autoentrega amorosa de Jesús en la cruz. Él es el esposo. El amor del varón y la mujer, por el que existe el matrimonio, tiene, por tanto, su origen en aquella autoentrega de Jesús por la Iglesia, lo representa simbólicamente y está ! internamente transido por esta entrega de Cristo (Ef 5,21.33; 2Cor 11,2; Ap 19,7): la Iglesia es !a esposa que se ha preparado para las bodas con el Cordero, Cristo,  autor y mediador de la alianza nueva. 

Y así, el autor de la Carta a los efesios ve fundamentada en la relación mutua de la agape del varón y la mujer y en la obediencia (que no debe confundirse con sometimiento) de la mujer al marido la comunión de vida entre ambos y puede calificar esta unión de misterio profundo (mysterion sacramentum magnum), que él refiere a Cristo y a la Iglesia (Ef 5,32).

El Jesús pre-pascual sitúa el matrimonio en el contexto de su proclamación del reino de Dios. Desborda así la casuística matrimonial y las regulaciones programáticas del divorcio remitiéndolas al orden originario de la creación, en el que se revela la voluntad de Dios. Las regulaciones que permitían al hombre divorciarse o repudiar a su mujer fueron sólo concesiones a causa de la «dureza de corazón», que Moisés y los legisladores de la antigua alianza simplemente toleraron, pero no aprobaron. «Al principio de la creación no fue así». El varón y la mujer son definitivamente uno, no dos: «Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre» (Mc 10,6- 9; Mt 19,1-9).

Se advierte bien que para Jesús el matrimonio no era en modo alguno una institución neutra, algo así como un ámbito secundario de acreditación de la moral cristiana. El matrimonio es la forma originaria del encuentro con Dios y con su voluntad salvífica. Por eso puede convertir la indisolubilidad del matrimonio y la comunión de vida que implica en señal del incipiente reino de Dios, hecho ya realidad eficaz. Aquí tiene su fundamento la ética matrimonial.

El hombre que repudia o despide a su mujer, y la mujer que repudia o despide a su marido, «comete adulterio» y quebranta la «nueva alianza» (Mc 10,11; Lc 16,18; 1Cor 7,10). Esta intención de Jesús no queda eliminada a consecuencia de las secundarias «cláusulas de fornicación» (Mt 5,32; 19,9), según las cuales en caso de adulterio es posible la separación, ni tampoco en virtud del llamado «privilegio Paulino» de 1Cor 7,15s., por el que se permite la separación del cónyuge que abraza el cristianismo cuando la otra parte se mantiene infiel y no está dispuesta a llevar una convivencia pacífica. Hasta qué punto permite aquí Pablo que el creyente contraiga nuevo matrimonio es una pregunta sujeta a debate.

El hombre no puede con su sola capacidad moral y su disposición psicológica personal dar adecuada respuesta a la exigencia de indisolubilidad del matrimonio en cuanto señal de la alianza nueva y eterna y del reino de Dios ya hecho realidad. Sólo escuchando la llamada a la conversión, a la fe y al seguimiento de Cristo (Mc 1,15) y «viviendo del Espíritu» (Gal 5,25) puede llegar en su persona hasta la realidad interna del matrimonio como señal de la comunión de alianza de Cristo y de la Iglesia. La comunión espiritual y corporal del hombre y la mujer debe ser santa y ha de servir para la santificación por medio del Espíritu Santo de Dios (1Tes 4,3-8).

Aunque el matrimonio se sitúa en el contexto del reino de Dios, debe también tenerse presente que la forma existencia} humana forma parte de este eón transitorio y que en el mundo futuro no seguirá existiendo bajo su forma terrestre (Mc 12,25). Por eso, tras la muerte de uno de los cónyuges, el supérstite puede contraer nuevo matrimonio.

La llamada personal al servicio del reino de Dios a punto de llegar y la invitación del Señor (1Cor 7,7) pueden inducir a que, como en el caso del mismo Jesús, algunas personas no consideren que el matrimonio sea su perspectiva existencial, sino que, siguiendo la «llamada de Dios» (1Cor 7,17; Lc 14,20) y contando con el don de la gracia (el carisma) de la vida en celibato, se consagren, bajo todos los aspectos, «a los asuntos del Señor» (1Cor 7,32).

Todo ser humano y todo cristiano tiene, según Pablo, libertad para optar por la forma existencial natural y santificadora del matrimonio, y elegir un consorte (1Cor 7,7.28.38.40; Mt 19,12). Pero una vez ya casados, el apóstol amonesta: «Respecto a los que están casados hay un precepto, no mío, sino del Señor: que la mujer no se separe del marido y que si se separa, que quede sin casarse, y que el marido no des:. pida a su mujer» (1Cor 7,10s.).

Los matrimonios entre cristianos, los «santificados en Cristo» (1Cor 1,2), se celebran y se viven "en el Señor" (1Cor 7,39; cf.1Cor 11,11). Con esto, también Pablo testifica la dimensión teológica, de base cristológica, de la gracia del matrimonio.

Frente al menosprecio de los herejes gnósticos, que querían prohibir las uniones matrimoniales (1Tim 4,3), se destaca que el matrimonio participa de la bondad de todo lo creado. Un matrimonio vivido en mutua fidelidad responde a la voluntad divina y «todos deben tenerlo en alto aprecio» (Heb 13,4).

Aunque en las llamadas «tablas domésticas» se detecta una cierta relación de subordinación de las mujeres casadas respecto a sus maridos (Col 3,18; Ef 5,22-33; 1Pe 3,1-7), no puede deducirse de aquí que la intención de estas declaraciones sea sancionar desde el punto de vista religioso una situación sociológica. Aquí se trata de una subordinación mutua en «el común temor de Cristo» (Ef 5,21), que es, en su amor y en su obediencia, el modelo de la comunión de vida de Dios con su pueblo. Mediante el servicio desinteresado es posible ganar para la palabra del evangelio a maridos incrédulos, «para que, si algunos se muestran rebeldes a la palabra, sin palabra alguna sean conquistados por la conducta de las mujeres, observando vuestra honesta y respetuosa conducta» (1Pe 3,1s.; cf. 1Cor 7,14: «... el marido pagano queda ya santificado por su mujer...»).

Evolución histórica del sacramento y su doctrina
La Patrística

Frente a los gnósticos, que calificaban de obra del demonio los matrimonios y la procreación, el hereje Marción, el movimiento rigorista ascético de los encratitas (Hipólito) y el maniqueísmo dualista, que declaraba que la materia y, por consiguiente, también la sexualidad es el principio del mal (Agustín), los Padres de la Iglesia defendieron con voz unánime la bondad natural del matrimonio y su significación para la salvación y la vida en la gracia. El I concilio de Braga (Portugal), de año 561, excluye de la comunión de la Iglesia a quienes «condenan las uniones matrimoniales humanas y se horrorizan de la procreación de los que nacen, conforme hablaron Maniqueo y Prisciliano» (DH 461).

En contra de los albigenses, los clítaros y otras sectas de la Alta Edad Media, el IV concilio de Letrán de 1215 declaraba que «no sólo los vírgenes y continentes, sino también los casados merecen llegar a la bienaventuranza eterna, agradando a Dios por medio de su recta fe y buenas obras» (DH 802). En igual sentido, el papa Juan XXII, en la constitución Gloriosam Ecclesiam, de 1318, amonestaba frente a los «fraticelli», ala radical del movimiento franciscano, a los que describe como «hombres presuntuosos que charlatanean contra el venerable sacramento del matrimonio» (DH 916).

No obstante, algunos Padres entendían que el matrimonio es más bien una concesión a la fragilidad humana de quienes no pueden vivir en continencia (Tertuliano, Orígenes, Jerónimo), y que se debe tolerar a causa de la necesidad de la procreación.

Bajo la influencia del espiritualismo platonizante, hubo quienes llegaron a la idea de que la diferencia sexual de los seres humanos y, con ello, el matrimonio, era consecuencia del pecado, ya previsto por Dios y que, por consiguiente, Dios los creó varón y mujer y los dispuso para el matrimonio sólo teniendo a la vista la caída en el pecado original. De donde concluían que, sin el pecado, habría sido posible una multiplicación asexual de los hombres en el curso de las generaciones (Gregorio de Nisa, Jerónimo). Pero por razones extraídas de la teología de la creación, debe tenerse esta opinión por absolutamente insostenible (cf. Tomás de Aquino, S.th. I q.98 a.2). La diferencia de sexos es una señal de la bondad de la creación.
También suscitó debates la pregunta de si es posible contraer nuevo matrimonio cuando muere uno de los cónyuges (Tertuliano: un segundo matrimonio sería adulterio; Atenágoras: este segundo matrimonio sería un adulterio asumible). Pero, en conjunto, la tendencia general se movía en la línea de la licitud de segundas y terceras nupcias (Hermas; Clemente de Alejandría; Jerónimo; Agustín; Basilio). En el II concilio de Lyon de 1274 el emperador bizantino Miguel Paleólogo reconocía, con toda al Iglesia occidental, que cuando muere un consorte, los cristianos tienen libertad para contraer un segundo, tercero y sucesivos matrimonios (DH 860; cf. 795).

Los Padres de la Iglesia consideraban que el matrimonio cristiano es una comuni6n de vida instituida por Dios y santificada por Cristo. El matrimonio es sacramento, de acuerdo con la sentencia de Pablo de que los matrimonios se celebran «en el Señor» (1Cor 7,39). En concordancia con Ef 5,21s., Ignacio de Antioquía dice: «Respecto a los que se casan, esposos y esposas, conviene que celebren su enlace con conocimiento del obispo, a fin de que el casamiento sea conforme al Señor y no por solo deseo. Que todo se haga para honra de Dios» (cf. Tertuliano).

También la presencia de Jesús en las bodas de Caná (Jn 2,1-12) fue interpretada como una santificación y consagración del matrimonio por Cristo. Sería, pues, Dios mismo quien une a los consortes y quien otorga al matrimonio fuerza santificante y gracia divina (Agustín, Juan Damasceno). Orígenes afirma: «Es Dios mismo quien ha fundido a los dos en uno, de modo que desde el momento en que el varón ha desposado a la mujer ya no son dos. Pero como el autor I de la unión es Dios, por eso en quienes fueron unidos por Dios habita la gracia j (el carisma). Sabiendo bien esto, declara Pablo que el matrimonio que responde a la palabra es una gracia, del mismo modo que es también gracia el celibato en castidad».

Agustín abrió una senda nueva hacia la posterior concepción del matrimonio. Según él, la referencia del matrimonio al sacramento no se deduce sencillamente en virtud de la fonética externa de la palabra (mysterion, sacramentum: . Ef 5,32), sino de su proximidad objetiva a los signos salvíficos indudablemente más importantes de la nueva alianza, y en primer término al bautismo y el orden. Al igual que estos dos sacramentos, también el matrimonio produce algo permanente (quiddam coniugale, en concordancia con la posterior doctrina del vínculo conyugal permanente y con el cuasi carácter de este vínculo).

Según Agustín, no se trata únicamente de un vínculo conyugal natural, sino del «santo sacramento del matrimonio», un sacramento que se identifica con el vínculo matrimonial indisoluble. Aunque todavía no se menciona una gracia sacramental específica, se describe ya la dignidad del matrimonio («Santificación de la vida matrimonial; cumplimiento del deber de educar a los hijos»).

A la objeción de los pelagianos de que con su doctrina sobre el pecado original y la concupiscencia destruía el bien del matrimonio, replicaba Agustín que aunque las relaciones sexuales matrimoniales son buenas como don del Creador, fueron pervertidas y están necesitadas de redención a consecuencia del pecado original y del placer egoísta (concupiscencia) que, sin la gracia, el hombre no puede dominar. Ya en el sentido de la posterior doctrina de los tres bienes del matrimonio, formulaba: «El bien del matrimonio se apoya ...en todos los pueblos y en todos los hombres, en el objetivo de la procreación y de la preservación de la castidad y, en lo que se refiere al pueblo de Dios, en la santidad del sacramento. En consecuencia, se produce una violación de la ley divina y natural cuando una mujer divorciada se casa con otro hombre mientras vive su marido anterior... Todo esto, descendencia, fidelidad y misterio, son bienes por los cuales también el matrimonio es un bien».

La Escolástica

En el curso del proceso de formación del concepto de sacramento de la primera Escolástica, el matrimonio fue incluido, sin problemas, entre los siete sacramentos, en el sentido propio y verdadero del término. El II concilio de Letrán de 1139 mencionaba el matrimonio en el mismo párrafo que el bautismo, la eucaristía y el orden y negaba la comunión con la Iglesia a cuantos lo rechazaban (DH 718). El sínodo de Verona de 1184 excomulgó a los cátaros, albigenses y otras sectas que, acerca de la eucaristía, el bautismo y la confesión, y también «acerca del matrimonio y los demás sacramentos de la Iglesia», enseñaban doctrinas distintas de las de la Iglesia romana (DH 761).

La confesión de fe prescrita en 1208 a los valdenses enumeraba el matrimonio entre los siete sacramentos (DH 794) que se celebran en la Iglesia con la cooperación y por el poder del Espíritu Santo (DH 793). El II concilio de Lyon de 1274 (DH 860s), el Decreto para los armenios del concilio de Florencia de 1439 (DH 1327) y el Tridentino en su Decreto general sobre los sacramentos de 1547 (DH 1601) y el Decreto sobre el sacramento del matrimonio (DH 1800, 1801), así como otras declaraciones más recientes, por ejemplo, contra el modernisno (DH 3142,3451) confirman y consolidan la sacramentalidad del matrimonio como doctrina de fe de la Iglesia. En la Alta Edad Media se registraron nuevas declaraciones relativas a los elementos constitutivos del signo sacramental.

También las Iglesias separadas de Oriente han admitido como doctrina de fe la sacramentalidad del matrimonio.
Distanciándose de algunos escolásticos de la primera época, que entendían el matrimonio como remedio contra la concupiscencia y se mostraban reservados frente a la idea de una transmisión positiva de la gracia (P. Lombardo), Tomás de Aquino destacó claramente que la transmisión o el aumento de la gracia santificante forma parte positiva de la ratio sacramenti (cf. también DH 1600): «Dado que los sacramentos causan lo que significan, forma parte de la doctrina de la fe que a quienes contraen matrimonio se les confiere, por medio de este sacramento, gracia por la que pertenecen a la unión de Cristo con su Iglesia...».

La señal sensible del sí matrimonial indica y causa el don espiritual y la gracia interna de la unión con Cristo y la Iglesia, representada en el matrimonio y de la que éste participa.
De la sacramentalidad se derivan las siguientes propiedades esenciales: unidad, indisolubilidad y los bienes del matrimonio.

El signo sacramental consiste -según la opinión prevalente en la Iglesia latina- en el consenso matrimonial entre los bautizados, no en la bendición sacerdotal.
La indisolubilidad del matrimonio sólo se produce cuando al consenso se le añade la consumación (ratum et consumatum). El matrimonio sólo consentido, pero no consumado, puede ser, bajo determinadas circunstancias, disuelto por privilegio pontificio, por ejemplo, si uno de los cónyuges decide ingresar en una orden religiosa. En tal caso, el otro cónyuge queda libre para contraer nuevo matrimonio (DH 754-756; Inocencio III: DH 786).

Algunos teólogos (Melchor Cano entre otros) entendían que el contrato matrimonial es la materia y la bendición sacerdotal la forma de la señal sacramental del matrimonio (y así lo siguen considerando también las Iglesias ortodoxas orientales).

Como difícilmente puede trasladarse al matrimonio el esquema del «ministro y del receptor humano», pues ambos se identificarían, puede decirse, con razón, que el auténtico administrador de la gracia matrimonial es Cristo, mientras que los contrayentes constituyen el signo sacramental en la comunión de la Iglesia. El presbítero (o diácono) asistente es algo más que simple testigo autorizado o supervisor del deber de cumplir las formas prescritas. Hace simbólicamente visible la dimensión eclesial del matrimonio en cuanto que participa en su conclusión como representante de Cristo y de la Iglesia y concede a los participantes, como ministro de esta misma Iglesia, la bendición de Dios (cf. Tomás de Aquino).



La crítica de los reformadores a la concepción del matrimonio como sacramento

En su escrito de 1520 De la cautividad babilónica de la Iglesia, Martín Lutero negaba la sacramentalidad del matrimonio, aunque se le podría enumerar, por supuesto, en un sentido general, entre las señales y alegorías que aparecen a menudo en la Sagrada Escritura y que, en palabras del apóstol Pablo, son una figuración de la relación de Cristo con su Iglesia.

El término sacramentum que aparece en Ef 5,31 no pasa de ser una simple equivalencia verbal respecto del posterior concepto de sacramento. El matrimonio no puede ser situado objetivamente al mismo nivel que el medio de gracia del bautismo, la cena o la absolución. Carece de la palabra bíblica institucionalizadora de Cristo que le convertiría en una palabra de la promesa y de la certeza de la justificación. Si se tiene en cuenta que también en el Antiguo Testamento y entre los pueblos paganos existe el matrimonio válido, debe concluirse que se inscribe en el orden profano natural, no en el de los sacramentos. Ciertamente, es una institución divina, pero de este orden natura: «Al matrimonio se le considera sacramento... sin ningún apoyo en la Escritura... Hemos dicho que en todo sacramento está contenida la palabra de la promesa divina (promissio) a la que debe creer todo el que recibe la señal... Pues en  ninguna parte se encuentra que reciba la gracia de Dios el que toma mujer.

 Tampoco ha puesto Dios la señal en el matrimonio. Pues en ninguna parte se lee que haya sido instituido por Dios para que signifique algo. y aunque todo lo que se lleva cabo de forma visible pude ser entendido como figura o alegoría de las cosas invisibles, no por ello las figuras y los símbolos son sacramentos en el sentido en que aquí estamos hablando».

Puesto que el matrimonio no es sacramento, la Iglesia no tiene ninguna jurisdicción en esta materia, que está sujeta exclusivamente al ordenamiento civil. Desaparece asimismo su estricta indisolubilidad, dado que ésta no tiene otro fundamento que su carácter sacramental. Aunque Jesús prohibe el divorcio, debería darse la posibilidad de un nuevo matrimonio cuando la convivencia está totalmente rota, o en el caso de cónyuges abandonados por su consorte.

Ahora bien, aunque el matrimonio es un «asunto civil» (Lutero), es decir, no sujeto a la jurisdicción eclesiástica, no por eso se le puede reducir a simple cuestión profana. Es, en efecto, y en palabras del propio Lutero, un «estado divino», que, precisamente porque tiene un precepto de Dios, es infinitamente superior al estado de vida religioso. El matrimonio ha sido instituido por Dios mismo, que le ha prometido su bendición. Se trata, de todas formas, de una bendición más orientada a la "vida corporal" que a la certeza salvífica de la justificación o del perdón de los pecados.

Quien entra en el matrimonio como «obra y mandamiento divino», debe solicitar del párroco «oración y bendición» y mostrar así «hasta qué punto necesita la bendición divina y la oración común para el estado que ahora inicia, tal como se da en la vida cotidiana, con las tribulaciones que el demonio endereza en el estado del matrimonio, con adulterios, infidelidades, desuniones y todo tipo de aflicciones».

Con parecidos razonamientos rechazó también Calvino la sacramentalidad del matrimonio, aunque le consideraba como de institución divina. Por lo demás, no es sino una de las formas básicas de la vida humana que se remontan a Dios, pero que no tienen ninguna vinculación inmediata con la gracia de la justificación o con , el ordenamiento salvífico.

La doctrina del concilio de Trento

Frente a la crítica reformista, el concilio de Trento, en su sesión 24 de 1563, en el Decreto sobre el sacramento del matrimonio, confirmó la doctrina hasta entonces vigente y la práxis jurisdiccional de la Iglesia (DH 1797-1812).
En el canon 1 se afirma; «Si alguno dijere que el matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la ley del evangelio, e instituido por Cristo Señor, sino inventado por los hombres en la Iglesia, y que no confiere la gracia, sea anatema» (DH 1801).

El matrimonio se fundamenta, como sacramento, en las palabras que el Espíritu Santo puso en labios de Adán: «Serán dos en una sola carne» (DH 1797). De donde se sigue el «vínculo permanente e indisoluble del matrimonio», así como la exclusión de la poligamia y la designación de la monogamia como característica esencial del matrimonio tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia (DH 1798 y canon 2: DH 1802). Ha sido el mismo Cristo quien ha renovado el matrimonio sobre el fundamento del orden natural y quien lo ha confirmado en el sentido del nuevo orden salvífico (DH 1798).

"Ahora bien, la gracia que perfeccionara aquel amor natural y confirmara la unidad indisoluble y santificara a los cónyuges, nos la mereció por la pasión el mismo Cristo, institucionalizador y realizador de los venerables sacramentos" (DH 1799). Así está cuando menos insinuado (innuit), cuando Pablo refiere el amor del varón y la mujer al ejemplo del amor y de la entrega de la vida de Cristo por su Iglesia en obediencia al Padre (cf. Ef 5,25.32).

Como el matrimonio cristiano, fundamentado ya en el orden de la creación como comunión santa, fue incluido, tras la destrucción generalizada de la comunión de Dios y el hombre como consecuencia del pecado, en el orden de la redención y de la gracia de Cristo, es superior a los matrimonios del Antiguo Testamento y de los paganos. De donde se infiere que "con razón nuestros santos Padres, los concilios y la tradición de la Iglesia universal enseñaron siempre que [el matrimonio] debía ser contado entre los sacramentos de la nueva ley" (DH 1800; cf. DH 1801,1601).

Los cánones 3 y 4 ratifican la jurisdicción de la Iglesia sobre el matrimonio (normas sobre los impedimentos matrimoniales y las dispensas: DH 1803ss.).

El canon 5 confirma la indisolubilidad del matrimonio (DH 1805).
 En el canon 6 se declara que un matrimonio válido, pero no consumado, puede ser disuelto por la solemne profesión religiosa de uno de los cónyuges (DH 1806).

El canon 7 corrobora la práxis latina según la cual ni siquiera en el caso de adulterio (cf. las "cláusulas de fomicaciólli" de Mt 5,32; 19,9) se le permite al cónyuge inocente un nuevo matrimonio mientras viva su consorte. Pero no por ello se condena la práctica divergente de algunos Padres orientales y de la Iglesia ortodoxa.

El papa Pío XI, en la encíclica Casti connubii, declaró ser de validez universal la doctrina y la práctica de la Iglesia latina de no permitir en ningún caso el divorcio y un nuevo matrimonio mientras dure el vínculo (DH 3710-3714).

El canon 8 sanciona la concesión de que, bajo determinadas circunstancias, pueda procederse a una separación de lecho y mesa de los cónyuges, por tiempo determinado (DH 1808). 

En el canon 9 se establece que los clérigos y religiosos vinculados por la ley de la Iglesia o por los votos no pueden contraer matrimonio válido, ni siquiera en el caso de que sientan no tener el don de la castidad (donum castitatis, DH 1809).

El canon 10 se Opone a la afirmación reformista de que el matrimonio es un estado superior al de la virginidad. En concordancia Con la tradición bíblico-paulina y Patrística, el concilio excluyó de la comunión con la Iglesia a quien «dijere que el estado conyugal debe anteponerse al estado de virginidad o de celibato y que no es mejor o más perfecto permanecer en virginidad o celibato que unirse en matrimonio» (DH 1810).
Los cánones 11 y 12 defienden de la acusación de superstición ciertas costumbres y ceremonias de la celebración del matrimonio y confirman la competencia de la jurisdicción eclesiástica en los temas referentes al matrimonio de los cristianos (DH 1811s).

Planteo sistemático del Matrimonio en relación con la Alianza y el amor conyugal

Una teología global del matrimonio todavía no supera la fase de desideratumi en la dogmática contemporánea. Recurriendo a la antropología de nuestro tiempo, el concilio Vaticano ha promovido una concepción más personal de este sacramento. Aquí se abandona la doctrina de la «jerarquía de los fines matrimoniales» en su formulación antigua y se ha intentado alcanzar una coherencia integral entre el amor personal, la disposición a la procreación y la responsabilidad por los hijos.

El concilio era plenamente consciente de que en la sociedad moderna han empeorado los presupuestos que garantizan el éxito de la vida conyugal y familiar (disolución de los vínculos, concepción de la sexualidad como medio de satisfacción de los deseos fuera del marco de las relaciones durables, etc.; cf. GS 47).

Ante el creciente número de divorcios en los países industriales, se ha hecho patente la necesidad de una pastoral específicamente dirigida a los divorciados y a las personas divorciadas que contraen nuevo matrimonio.

Para la perspectiva de la teología dogmática es importante el punto de partida sistemático: el concilio sitúa el sacramento del matrimonio en el contexto de la teología de la alianza. En primer lugar, se confirma la doctrina clásica del matrimonio. Cada matrimonio concreto surge de un acto libre y personal, en el que los consortes se dan y se aceptan mutuamente. Entran así en la forma de vida de la comunión matrimonial que, por disposición divina, existe como una sólida institución. Por tanto, el matrimonio no está a merced del capricho de los hombres. «Dios es el autor del matrimonio, al que ha dotado con bienes y fines varios» (GS 48).

 El matrimonio reviste una importancia máxima para la conservación del género humano y para el progreso personal y la salvación eterna de cada uno de los miembros de la unidad familiar. El matrimonio y la familia están al servicio de la humanización del hombre y de la sociedad humana en su conjunto. El amor conyugal está orienta- do ala procreación y la educación de los hijos. El matrimonio es calificado, al mismo tiempo, de vínculo del varón y la mujer del que forman parte la comunión de vida personal y la fidelidad incondicionada.

"Cristo Señor nuestro bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad, y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque, así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos, para que los esposos, con "su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo ha amado a 1a Iglesia y se entregó por ella.

El amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y .la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y .la maternidad. Por ellos los esposos cristianos, para cumplir dignamente su deber de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, en virtud del cual, cumpliendo su misión conyugal y familiar, imbuidos del Espíritu de Cristo, con el que toda su vida queda empapada en fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más en su pleno desarrollo personal y a su mutua santificación, y por tanto, conjuntamente a la glorificación de Dios" ( GS. 48)
27.9.- Propiedades

Las propiedades del matrimonio son dos: unidad e indisolubilidad.

El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos: "De manera que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6). "Están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total". Esta comunión humana es confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión en Jesucristo dada mediante el sacramento del Matrimonio. Se profundiza por la vida de la fe común y por la Eucaristía recibida en común.

"La unidad del matrimonio aparece ampliamente confirmada por la igual dignidad personal que hay que reconocer a la mujer y al varón en el mutuo y pleno amor". La poligamia es contraria a esta igual dignidad de uno y otro y al amor conyugal que es único y exclusivo.



SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
Derecho Canónico (Cann. 1055 – 1165)
1055  § 1.    La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados.
1056  Las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento.
1057  § 1.    El matrimonio lo produce el consentimiento de las partes legítimamente manifestado entre personas jurídicamente hábiles, consentimiento que ningún poder humano puede suplir.
 § 2.    El consentimiento matrimonial es el acto de la voluntad, por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio.
1061  § 1     El matrimonio válido entre bautizados se llama sólo rato, si no ha sido consumado; rato y consumado, si los cónyuges han realizado de modo humano el acto conyugal apto de por sí para engendrar la prole, al que el matrimonio se ordena por su misma naturaleza y mediante el cual los cónyuges se hacen una sola carne.
 § 2.    Una vez celebrado el matrimonio, si los cónyuges han cohabitado, se presume la consumación, mientras no se pruebe lo contrario.
 § 3.    El matrimonio inválido se llama putativo, si fue celebrado de buena fe al menos por uno de los contrayentes, hasta que ambos adquieran certeza de la nulidad.
1063  Los pastores de almas están obligados a procurar que la propia comunidad eclesiástica preste a los fieles asistencia para que el estado matrimonial se mantenga en el espíritu cristiano y progrese hacia la perfección. Ante todo, se ha de prestar esta asistencia:
1 mediante la predicación, la catequesis acomodada a los menores, a los jóvenes y a los adultos, e incluso con los medios de comunicación social, de modo que los fieles adquieran formación sobre el significado del matrimonio cristiano y sobre la tarea de los cónyuges y padres cristianos;
2 por la preparación personal para contraer matrimonio, por la cual los novios se dispongan para la santidad y las obligaciones de su nuevo estado;
3 por una fructuosa celebración litúrgica del matrimonio, que ponga de manifiesto que los cónyuges se constituyen en signo del misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia y que participan de él;
4 por la ayuda prestada a los casados, para que, manteniendo y defendiendo fielmente la alianza conyugal, lleguen a una vida cada vez más santa y más plena en el ámbito de la propia familia.
1065  § 1.    Los católicos aún no confirmados deben recibir el sacramento de la confirmación antes de ser admitidos al matrimonio, si ello es posible sin dificultad grave.
 § 2.    Para que reciban fructuosamente el sacramento del matrimonio, se recomienda encarecidamente que los contrayentes acudan a los sacramentos de la penitencia y de la santísima Eucaristía.
1066  Antes de que se celebre el matrimonio debe constar que nada se opone a su celebración válida y lícita.
1069  Todos los fieles están obligados a manifestar al párroco o al Ordinario del lugar, antes de la celebración del matrimonio, los impedimentos de que tengan noticia.
1083  § 1.    No puede contraer matrimonio válido el varón antes de los dieciséis años cumplidos, ni la mujer antes de los catorce, también cumplidos.
 § 2.    Puede la Conferencia Episcopal establecer una edad superior para la celebración lícita del matrimonio.
1092  La afinidad en línea recta dirime el matrimonio en cualquier grado.
1094  No pueden contraer válidamente matrimonio entre sí quienes están unidos por parentesco legal proveniente de la adopción, en línea recta o en segundo grado de línea colateral.
1095  Son incapaces de contraer matrimonio:
1 quienes carecen de suficiente uso de razón;
2 quienes tienen un grave defecto de discreción de juicio acerca de los derechos y deberes esenciales del matrimonio que mutuamente se han de dar y aceptar;
3 quienes no pueden asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por causas de naturaleza psíquica.
1103  Es inválido el matrimonio contraído por violencia o por miedo grave proveniente de una causa externa, incluso el no inferido con miras al matrimonio, para librarse del cual alguien se vea obligado a casarse.
1112  § 1.    Donde no haya sacerdotes ni diáconos, el Obispo diocesano, previo voto favorable de la Conferencia Episcopal y obtenida licencia de la Santa Sede, puede delegar a laicos para que asistan a los matrimonios.
 § 2.    Se debe elegir un laico idóneo, capaz de instruir a los contrayentes y apto para celebrar debidamente la liturgia matrimonial.
1122  § 1.    El matrimonio ha de anotarse también en los registros de bautismos en los que está inscrito el bautismo de los cónyuges.
 § 2.    Si un cónyuge no ha contraído matrimonio en la parroquia en la que fue bautizado, el párroco del lugar en el que se celebró debe enviar cuanto antes notificación del matrimonio contraído al párroco del lugar donde se administró el bautismo.
1130  Por causa grave y urgente, el Ordinario del lugar puede permitir que el matrimonio se celebre en secreto.
1131 El permiso para celebrar el matrimonio en secreto lleva consigo:
1 que se lleven a cabo en secreto las investigaciones que han de hacerse antes del matrimonio;
2 que el Ordinario del lugar, el asistente, los testigos y los cónyuges guarden secreto del matrimonio celebrado.
1133  El matrimonio celebrado en secreto se anotará sólo en un registro especial, que se ha de guardar en el archivo secreto de la curia.
1136  Los padres tienen la obligación gravísima y el derecho primario de cuidar en la medida de sus fuerzas de la educación de la prole, tanto física, social y cultural como moral y religiosa.